Aunque no lo parezca, aún no estamos en campaña electoral. Las campañas, por definición y por ley, son más bien breves, para no agobiar al personal ni paralizar la Administración.
Pero los partidos políticos se empeñan en otra cosa, en estresar a los ciudadanos con prédicas constantes y con un incremento de los insultos y descalificaciones al rival mucho antes de que comience la campaña propiamente dicha. En esas estamos, en un aumento de la verbosidad y de los dicterios, a falta de programas políticos que comparar y en su caso debatir. Los programas son, precisamente, lo más ocioso de la propaganda política. En primer lugar, porque sólo los leen quienes los redactan, y en segundo, porque son sistemáticamente incumplidos y no suponen ni siquiera un mero avance de intenciones.
O sea, que lo fundamental en una campaña y en su precuela es el insulto y, en el caso del poseedor del Boletín Oficial del Estado, léase el Gobierno, en regar sus nichos de posibles votantes con subsidios, bonos y subvenciones varias, que se financian con el dinero de todos pero que el gobernante de turno se atribuye como concesión graciosa propia y casi de su peculio personal.
En esas estamos, en una larga y tediosa campaña que oficialmente aún no ha empezado pero que corre el riesgo de abrumar a la ciudadanía. Un elemento añadido, y no menor, es que las elecciones del 28-M, aunque sean de carácter municipal y autonómico, se dirimen como si se tratase de una confrontación nacional entre la izquierda polifacética y revuelta y una derecha con dos opciones que difícilmente se soportan. A eso ha quedado pues reducido el choque político, a un enfrentamiento a escala general entre dos concepciones ideológicas contrapuestas, teniendo muy poco que ver en él la gestión en el ámbito municipal y autonómico.
Pero lo peor de esta fatigosa etapa que nos espera no es nada de lo dicho hasta aquí mismo, sino la constatación de que las campañas políticas sirven para bien poco, pues la gente tiene conformada de antemano su opinión de acuerdo con sus propios prejuicios y en vez de oír a unos y a otros para extraer sus conclusiones sólo oye a los que comulgan con sus ideas, con lo que podríamos habernos ahorrado el aquelarre pintoresco de una campaña electoral perfectamente prescindible.