Llevo un tiempo sin entender el mundo en el que vivo, como si yo perteneciese a otra especie, a otro siglo, casi a otro planeta.
La primera reacción a ese sentimiento es que el mundo se equivoca, que va por mal camino, que las cosas están cada vez peor, desde una política internacional errática -en la que un loco está instalado en la Casa Blanca, Europa se resquebraja, China quiere imponerse económicamente…- a unos comportamientos sociales en los que todo vale, desde los tatuajes antaño carcelarios a relaciones sexuales antes proscritas.
Y no hablemos de la tecnología, que cambia a una velocidad vertiginosa y respecto a la cual uno anda siempre con el pie cambiado, es decir, que no da pie con bola, como se decía antes.
Ya ven si uno se encuentra o no perdido por culpa de este mundo… hasta que me he percatado de que es el mundo el que va a su ritmo y que soy yo el que se halla desfasado. Y, como yo, la tira de gente. También me he dado cuenta del porqué.
Decía Ortega y Gasset que cada generación es educada por la anterior en el sistema de valores, creencias y conocimientos que ésta posee y que serán diferentes de las que a ella le tocará vivir. Voilà. Si eso era cierto en tiempo de Ortega, no les digo nada en este otro, en que la innovación va a ritmo de vértigo. Y menos aún en el de mañana.
Todo esto me sobrevino hablando a mi nieto del teléfono de disco, la telegrafía y otras antiguallas. Y caí en la cuenta de que las ideas, los conocimientos y valores de este mundo son los que son y que los míos provienen de unos educadores que no sabían la que nos venía encima.
Lo que más me fastidia ahora es que a mi nieto le sucederá igual y, lógicamente, nadie le está preparando para la que se avecina.