Un amigo italiano residente en nuestro país, no comprende la relevancia que se les da a las lenguas regionales sobre las de comunicación global. “Y no lo digo sólo por la preterición administrativa del español en muchas partes -comenta- sino por la mayor importancia que habría que darle al inglés”. Y remacha: “Si en Italia hiciésemos lo mismo, ya que tenemos tantas lenguas propias como regiones existentes, acabaríamos por no entendernos entre nosotros”.
Le explico, al hilo de su razonamiento, que cuando tuve responsabilidades profesionales en Asturias el periódico en el que trabajaba no recibía ninguna subvención por las docenas de páginas diarias que escribía en castellano y que todo el mundo entendía, pero sí, en cambio, por la doble plana semanal que publicaba en bable, habla ancestral autóctona apenas conocida por los paisanos.
Otro ejemplo de esas contradicciones, también próximo, pues la mitad de mi familia habla euskera: cuando estaba en Estados Unidos entrevisté a un chico alavés, estrella emergente entonces del baloncesto universitario, que se había formado en una ikastola del País Vasco. “Hablarás euskera”, di por hecho. “Lo hablaba -me respondió-, aunque lo tengo prácticamente olvidado porque ya no lo uso para nada”.
Pues bien, la singularidad de nuestro país, que no entienden desde un alemán a un americano, o desde un sueco a un hondureño, no consiste solamente en eso, sino en que los partidos regionalistas -y hasta secesionistas- sean las bisagras de un bipartidismo imperfecto y condicionen la política general del país.
Sorprendentemente para ellos, ven que resulta más fácil que conservadores y progresistas españoles lleguen a acuerdos con los que representan a una parte -a veces, antagónica- de España que entre los grandes partidos que deberían tener intereses comunes. La actual prédica de exclusiones, “cordones sanitarios”, insultos ideológicos y hasta personales no sólo evidencia la singularidad de nuestro país sino que dificulta y agrava el entendimiento de todos.