Al menos la mitad de los catalanes tiene la quimérica pretensión de que la independencia de su región solucionará todos sus males personales y colectivos. Hace 40 años, cuando la transición del franquismo a la democracia, no había elecciones ni sondeos que cuantificasen dicha creencia. En mi modesta opinión, la cifra podría ponderarse entonces entre un 2 y un 4 por ciento, confinada en los militantes del minúsculo Estat Català, en los radicales de Terra Lliure y en una ínfima minoría de la entonces exigua Esquerra Republicana. Es una opinión personal, ya digo.
Eso sucedía en una Cataluña oprimida por la dictadura franquista, sin derechos individuales ni colectivos, con un conocimiento escaso de la lengua catalana y con una renta per cápita veintitantas veces inferior a la actual. Un desastre, vamos. Hoy día, en cambio, con un bienestar, una libertad y una autonomía sin precedentes, la sensación de agobio político y la aspiración a la independencia son mayores que nunca en la Historia.
¿Cómo es posible semejante paradoja?
Lo es, supongo, porque las libertades políticas alcanzadas no han servido para unir a la sociedad, sino para dividirla. El poder democrático ha sido monopolizado por una minoría de la burguesía local, que se ha servido de las señas de identidad catalanas (lengua, cultura, historia…) para controlar la Comunidad y excluir al resto de los grupos sociales de la toma de decisiones.
La utilización del dinero público por ese grupo ha sido un buen ejemplo. Desde la quiebra partidista de Banca Catalana, a la imputación de Macià Alavedra y Lluís Prenafeta por el caso Pretoria, pasando por el enriquecimiento de la familia Pujol y el escándalo del Palau de la Música, el saqueo de las arcas públicas ha sido constante.
Aun así, el sentimiento independentista ha crecido exponencialmente. Ha sido un éxito de la propaganda propia y de los desaciertos ajenos; un resultado de la habilidad de los separatistas y de la torpeza sin límites de los creyentes en la igualdad de los ciudadanos españoles. Entre unos y otros han conseguido que ser independentista en Cataluña resulte in, moderno, cool, guay… ¿Cómo no ser, pues, soberanista, frente a la imagen retrógrada de los constitucionalistas?
Haber llegado hasta allí sin haberse percatado de esa inexorable deriva ha sido una responsabilidad inexcusable de los sucesivos Gobiernos españoles. Y creer que semejante problema se resolverá por sí mismo es de una estúpida e incomprensible ingenuidad, porque el que Cataluña consiga la independencia no es tan difícil.
Otro día reflexionaremos sobre este punto.