De hacer caso a la mayoría de medios de comunicación de este país, en España no existe extrema izquierda; el extremismo queda ocupado en toda su crudeza por la derecha.

Pero como la realidad está ahí, se ha creado el eufemismo de la izquierda de la izquierda, en un intento de suavizar lo imagen de ese conglomerado y atraer así a sectores más moderados que los partidarios de sus programas, sus acciones y sus excesos.

Es más: la aparición del batiburrillo que lidera Yolanda Díaz ha sido saludado como la epifanía de una nueva transversalidad, como la necesidad de una suma de distintas sensibilidades más volcadas en lo social propiamente que en lo político. En suma: como algo que necesitase y hasta exigiese un país huérfano de opciones progresistas y optimistas que ofrecer a sus electores.

A esa imagen contribuye, antes que nadie, la propia vicepresidenta, que tiene el aval de ser la política mejor valorada por los ciudadanos. Eso se explica por el tono moderado de lenguaje, que no de sus actuaciones, con un deje de cursilería bienvenida en los tiempos que corren.

Decimos, pues, que Yolanda, juega el papel de moderada que aspira a la transversalidad, a captar votantes que no lo serían de una extrema izquierda clásica, pero sí en cambio si está travestida de templanza y comedimiento. Ese perfil de modosidad lo favorecen drásticas decisiones, como el haber dejado fuera de sus listas a las personas más simbólicas del extremismo, como Irene Montero y Pablo Echenique.

La finalidad de toda esta operación es conseguir para la extrema izquierda votos que no se lograrían de otra manera y que gracias a esos electores prestados y más moderados crezca este sector y pueda así, en connivencia con Pedro Sánchez, reeditar el Gobierno de coalición que hemos tenido en los últimos años. O sea, que aunque la extrema izquierda se vista de seda, en extrema izquierda se queda.