La pasada semana, antes de desatarse la marabunta contra Rubiales expuse en un artículo de opinión “Las mujeres y Rubiales”, que el todavía presidente de la RFEF debía dimitir por su comportamiento en el palco, por ser macarra, maleducado, misógino, por los ataques a quienes lo habían criticado y por sus presiones a Jenni Hermoso.
Casi al mismo tiempo o un día después se volvió a activar el chip de la marabunta, una jauría de políticos, medios de comunicación y mujeres acompañadas por hombres que emiten una fatua de justicia y condenan a cualquier hombre, si es blanco y español, a la pena que consideren conveniente porque son la inquisición. A partir de ahí se pronunciaron a favor de corriente gente con poco criterio acostumbrada a vivir en la espuma de las olas, convencidos o no de los argumentos de la jauría política y mediática, pero siempre a favor de corriente, porque lo contrario conlleva críticas, que lo silencien y perjuicios personales, dado que en esos actos el poder se manifiesta de forma descarnada: opinas lo que decimos que debes opinar o eres fascista, machista, xenófobo, misógino… y todas esas etiquetas que usan las piaras de personas que se suman siempre a la inquisición contra alguien a quien el poder señala.
No es la primera vez, y no por la gravedad de los hechos acontecidos. Es una selección partidista sectaria, que deciden el Gobierno y su entorno al que se suman enseguida los meaperros del poder y muchas asociaciones que viven de subvenciones de nuestro dinero, que se ven obligadas unas, y comparten esos “valores” otras, para linchar a un personaje que se merece un reproche social, pero no ésta jauría inmisericorde, sin principios ni reglas, porque es como si alguien que comete un delito y merece un reproche penal, además de ello la marabunta decide que le corten las manos.
Somos un país de chichinabo. No nos respetan ni fuera ni dentro de nuestras fronteras. Argelia, Marruecos, Francia, Reino Unido, determinadas comunidades autónomas, independentistas… lo evidencian a diario. Y las marabuntas son sólo una manifestación de mal funcionamiento democrático, de que la sociedad, el pueblo, permanece en silencio o sus gritos no se oyen sometidos al interés de una casta política y sus medios de comunicación.
En los últimos días ha habido unanimidad en la élite política y en todos los medios de comunicación de masas, pero en las redes sociales, en el bar o la tienda del barrio, lo que he escuchado casi unánimemente de hombres y mujeres es desacuerdo con lo acontecido, con el comportamiento de Rubiales y a medida que se han ido conociendo declaraciones e imágenes de Jenni Hermoso y sus compañeras, con la manipulación y mentiras en que han incurrido.
Un mundial no se gana cada año. Es posible que tarden mucho en volver a ganarlo, si lo ganan, y ha pasado sin pena ni gloria, primero por el impresentable comportamiento de Rubiales, que con su mochila de escándalos siguió con apoyo del Gobierno, el Consejo Superior de Deportes y el mundo del fútbol, porque manejan muchos cientos de millones sin control donde acuden todos los buitres ansiosos de poder y dinero y suelen ganar los que tienen menos escrúpulos.
A veces las jaurías se activan para sustituir a la justicia. Nadie podrá explicar, ninguna de las asociaciones, políticos y periodistas que han hecho pomposas declaraciones contra Rubiales, la razón por la que han pasado desapercibidas numerosas violaciones con brutalidad de manadas de extranjeros a mujeres españolas. Un silencio sepulcral porque la religión y/o color de piel de los autores casa mal con el discurso políticamente correcto, el pensamiento único talibán del Gobierno y los medios de comunicación.
Ni menores tuteladas utilizadas en la prostitución han movido ninguna jauría exigiendo justicia. Las manadas se activan a conveniencia contra Villarejo o contra los españoles de Pamplona, que no es casualidad que fueran sevillanos, uno soldado y otro guardia civil, y una policía de una administración abertzale, facilitando que los jueces por cobardía y la casta política por interés condenaran a cinco inocentes. Si algún día se hacen públicas las pruebas de los teléfonos móviles de los condenados nadie con una mente sana entenderá la condena que se produjo. Está magistralmente expuesto por el voto particular del magistrado valiente y por ello perseguido y acusado por el ministro de Justicia, Rafael Catalá, un minuto después de su voto particular sin haber tenido tiempo a leerlo.
Las jaurías son una forma particular de condicionar a la justicia con la presión social y política, pero hay otras formas de intervenir legalmente. Por ejemplo, el caso ático de Marbella, donde quien negaba toda evidencia, una vez despejado el camino ha dicho que era suyo y la legalidad del millón de euros abonado. Ningunas de las tres comisiones rogatorias remitidas llegaron a buen término. Se enviaron una con errores en el nombre de la empresa utilizada que desembolsó el dinero, otra a un organismo equivocado y otra sin traducir, sin que Interior, con Fernández Díaz, ni Justicia, con Rafael Catalá, hicieran nada. Fernández Díaz y Cosidó amenazaron a los policías que investigaban el ático por hacerlo ilegalmente, un juez les paró los pies y no dimitieron. Catalá acortó los plazos de tramitación judicial afectando al sumario del ático. Nadie se ha preguntado qué sentido tiene simular un alquiler si compras un ático desde el extranjero a través de un testaferro con dinero legal.
Si las jaurías son despreciables por su sectarismo fanático, hay asuntos en la justicia que deberían investigarse. Los procesos contra Rodrigo Rato (absuelto en la mayoría de causas con peticiones de fiscalía de muchos años de condena), de Mario Conde o del expresidente del Barcelona, Sandro Rosell, absuelto tras dos años en la cárcel, deberían llevar a analizar la actuación de la fiscalía en estos y otros casos, de ministros del Gobierno y del presidente M. Rajoy.
Las mujeres han ganado un mundial, se han dejado utilizar por estrategias políticas y han expulsado a muchos españoles de su triunfo por su comportamiento indigno y miserable. No hubo agresión sexual y eso es lo que se oye masivamente en la calle, al margen de la verdad oficial que señalan los políticos y sus medios de comunicación. La brecha entre la casta política y la ciudadanía se agranda y eso es un cáncer para la democracia.