Los Juegos Olímpicos en Barcelona fueron una decisión personal de Juan Antonio Samaranch, a la sazón presidente del COI. Tan seguros estábamos en El Periódico de Catalunya —que entonces yo dirigía— de la designación de la capital catalana, que en octubre de 1986 fui a Lausana a cubrir personalmente ese evento y escribí la crónica de la elección de Barcelona incluso antes de haberse producido.
Samaranch, hombre pragmático, de orígenes franquistas y que se pasó a los sublevados durante la guerra civil, más tarde ya, como presidente de la Diputación de Barcelona en 1977, ayudó al recién reinstaurado presidente de la Generalitat, Josep Tarradellas, cuya institución aún no tenía un duro en los presupuestos del Estado.
Por esos méritos posteriores, por la embajada en Moscú que le aupó en sus aspiraciones a presidir el COI y por haber colocado a Barcelona en el mapa mundial, a él nadie de la izquierda se atreve a aplicarle la Ley de la Memoria Histórica contra los apologistas del franquismo, como a otros.
Lo cierto es que Samaranch quería hacer algo por la ciudad condal antes de morirse. Convenció entonces de su proyecto al rey Juan Carlos I y contó con la colaboración del alcalde socialista, Narcís Serra, y de su sucesor, Pasqual Maragall.
Con los vetustos miembros del Comité Olímpico aun lo tuvo más fácil: profesionalizó el deporte y convirtió al COI en una empresa multimillonaria y rentabilísima; todos sus dirigentes acabaron por comer en su mano y designarle presidente de honor vitalicio al final de su mandato.
Si no llega a ser por los Juegos del 92, Barcelona seguiría siendo una ciudad provinciana y desconocida. Tras su elección, realicé una pequeña encuesta personal en 1988 entre estudiantes de la Universidad de Washington, donde me encontraba. Ni uno solo de ellos sabía nada de Barcelona, ni siquiera que iba a ser sede olímpica.
El mérito del suceso de 1992 tuvo, pues, sus protagonistas concretos. Y también, todo hay que decirlo, el apoyo masivo y predominante del Estado español, con patrocinios públicos, concesiones oficiales y ayuda a las promociones privadas que cubrieron entre todo ello más de la mitad del presupuesto del evento.
Desde entonces, Cataluña es conocida en el mundo y Barcelona se ha convertido en una ciudad de referencia mundial, pero ninguno de los independentistas que ahora se las quieren apropiar de forma exclusiva y excluyente movió en su momento ni un solo dedo para conseguirlo.