En el fondo nos enredamos con las palabras. Que si violencia de género, violencia machista, violencia intrafamiliar… son expresiones distintas para denominar una misma realidad: la agresión a mujeres, que no sólo no decrece, sino que aumenta.
Uno de esos organismos internacionales que existen para medir los derechos de la mujer indica el retroceso de diez puestos en España en los dos últimos años que tiene cuantificados. Y, eso, pese a la existencia de un Ministerio de Igualdad, un presupuesto de 500 millones y la proliferación de chiringuitos varios que, con la excusa de defender a la mujer, sirven para colocar a paniaguados y amiguetes varios.
Si en cualquier otra actividad humana se diese esa desproporción entre recursos empleados y resultados tan exiguos en su finalidad, lo consideraríamos un fracaso. Pues eso cabe decir de las políticas contra la agresión a las mujeres.
Lo que hace falta es menos charlas de café sobre el tema y conferencias académicas que van dirigidas a quien no necesita una concienciación que ya tiene y, en cambio, una mayor sanción penal conforme a los derechos conculcados, entre ellos el de la vida. Por el contrario, hemos visto hechos tan absurdos y poco edificantes como la ley de sólo sí es sí, con reducción de penas y hasta excarcelaciones de delincuentes sexuales.
Hechos tan chuscos, cuando no aberrantes, han dado publicidad a esas conductas penales, convirtiéndolas en algo casi normal o por lo menos habitual en las relaciones de pareja. Ese efecto imitación, que lo hay, explicaría no sólo el aumento de las agresiones machistas sino el incremento, también, del número de menores implicados en estos delitos.
Por eso hay que dar un giro de ciento ochenta grados a la política preventiva en los casos de violencia de género, con medidas disuasorias más eficaces y un empleo de recursos más eficiente que impida estas conductas antisociales de gravedad máxima.