Y en eso llegó Fidel: victoria y muerte

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Me gustan tanto las dictaduras como los funerales, que me pateen la entrepierna o que mi boleto se quede a un número del premio de un sorteo, es decir, entre cero y nada: no soy partidario. Ya tuve bastante, de sobra, con lo que me tocó de la franquista.

“Cuando muere alguien como Fidel es cuando nos preguntamos cómo sería el mundo si todos hubiéramos tenido su valor” (De las redes sociales).

Vaya por delante esta ‘excusatio non petita’ para comentar la desaparición de Fidel Castro sin más prejuicios de los necesarios para transitar tanto por esta vida como por la de la acera de enfrente. Si hay algo bueno en esto de crecer hasta la nada –lo que llaman envejecer por ahí–, es que lo tienes todo, o casi, escrito y, gracias a las hemerotecas y a las bibliotecas, no necesitas justificaciones oportunistas al minuto.

“Del caballo cubano me caí definitivamente a finales de los 80, cuando al aterrizar en Barajas un avión de Iberia que venía de La Habana, se encontraron entre las ruedas del tren de aterrizaje los cadáveres congelados de dos jóvenes… No sé si serían homosexuales, drogadictos o delincuentes –o incluso capitalistas: me pongo en lo “peor” para la ortodoxia revolucionaria, tan parecida, ay, a la otra-, pero sí que eran dos jóvenes que no podían perseguir sus quimeras en su propio país sin necesidad de apostar sus vida. Y perderlas”.

“La historia no te absolverá, Fidel”, escribí en su momento en ‘Interviú’.

Y lo recogí en ‘El valor de la protesta’ (Rosa Regàs, edición de Ignacio Fontes, Icaria, Barcelona, 2004): “Por supuesto que no son discutibles los logros, los servicios ciudadanos ni la gran integración social conseguida por la revolución, así como tampoco la culpabilidad de Washington con su inhumano bloqueo… Pero, como dice el himno anarquista, el bien más preciado es la libertad, de modo que hasta dando por sentado que la verdad sea la revolución, la libertad es fundamental incluso para disentir de la verdad. Si no, pasa lo que ocurre: la revolución cubana se ha convertido en una caricatura tercermundista que desconfía de su razón de ser, el pueblo, y se ha convertido en una burocracia intervencionista hasta en lo mínimo –si un ‘paladar’ o restaurante casero puede tener tres o cuatro mesas…-. Donde un anciano Raúl Castro, más aburrido aún que un Carlos de Inglaterra, confía en el milagro de llegar a suceder a su incombustible hermano Fidel –que, además, lo más probable es que lo sobreviva a él [ahí me equivoqué: propósito: huir de predicciones y adivinanzas]–: sus ejemplos históricos: el Reza Pahlevi, el shah, que heredó el trono de Persia de su padre, un militar golpista contra la monarquía que estableció su propia dinastía; Bashar al Assad, el hijo del dictador sirio, que hubo de esperar al fallecimiento de su padre, o el norcoreano Kim Jong-Il, el ridículo primer heredero de la historia de una ‘república comunista’…”.

Utopías y derechos humanos

Los defensores de las dictaduras intentan justificar su brutalidad, su desprecio por los derechos humanos, primero por la ‘necesidad’ ante el estado de las cosas y, después, con un tupido velo de alabanzas sobre determinados aspectos administrativos de su gobierno. Aquí, por ejemplo, fueron muy celebrados, aún lo son, los calificados como ‘desmanes’ de la II República y, después, la ingente labor del General-Enésimo en la construcción de pantanos. En el caso de Castro, la revolución ante el régimen golpista y sangriento del coronel Batista y, posteriormente, además de las consabidas obras públicas, el concienzudo cumplimiento de los derechos humanos considerados “derechos económicos, sociales y culturales”, los contenidos en los artículos 22 a 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (adoptada por la 183ª Asamblea General de las Naciones Unidas en su Resolución 217 A (III), el 10 de diciembre de 1948). Por Cuba, la firmó Carlos Prío Socarrás –presidente elegido el 1 de junio de 1948 y titular de un régimen violento y corrupto pero constitucional y democrático con el que Batista terminó en 1952– y España no pudo hacerlo por habérsele prohibido el ingreso en la ONU por el carácter fascista de su dictadura.

Ya sabemos que para los regímenes occidentales estos derechos humanos con los que Castro cumplió con nota no son exigibles. Por el contrario, son ineludibles los ‘verdaderos’ e ‘importantes’, los derechos de carácter personal (artículos del 3 al 11) los del individuo en relación con la comunidad (artículos 12 a 17) y los de pensamiento, conciencia, religión y libertades políticas (artículos 18 a 21).

Ello nos lleva a la diferenciación clásica en la historia de las ideas políticas entre libertades básicas y libertades formales (burguesas, para los marxistas), una distinción grosera entre los derechos que se ocupan de nuestro ser social (alimentación, vestido, vivienda, asistencia médica y educación) y los que lo hacen de nuestro ser político (propiedad, libre circulación, religión, elección de representantes en comicios limpios, libertades políticas de opinión y expresión, etc.). De éstos derechos humanos ‘de verdad’, Castro no observó ninguno de ellos. Franco, por seguir con el paralelismo de nuestras dictaduras favoritas, no cumplió ni con unos ni con otros; era más del molde de Batista: individuos sedientos de poder, crueles despiadados, trileros de intereses espurios para los que las palabras patria y pueblo eran meras formulaciones retóricas tras las que enmascarar sus miserias.

La Unicef ha reconocido la ausencia de pobreza infantil en Cuba, como “único país sin desnutrición infantil”; la ONU, como el “único país en Latinoamérica sin problema de drogas”; con 79 años, Cuba tiene una de las esperanzas de vida más altas del continente americano, junto con Costa Rica y los EE. UU. y sólo por detrás de Canadá, 82 años, pero con una mortalidad infantil inferior a todos ellos; la Unesco ha certificado “el 100% de escolarización primaria y el 99% de secundaria”; para el WWF, Fondo Mundial para la Naturaleza, es “el único país del mundo que cumple la sostenibilidad ecológica”. Y, en fin, para Amnistía Internacional: “Cuba es el país latinoamericano que menos viola los derechos humanos”. No lo digo yo, lo dicen ellos. A no ser que las semillas de la revolución, de las que hablaba The Guardian en el 60º aniversario de la toma del poder por Castro los hayan vuelto ‘rojos’ a todas esas instituciones: “Las semillas del renacimiento de América Latina fueron sembradas en Cuba”.

Hay un estudio que me parece particularmente riguroso y fiable, el Informe sobre Desarrollo Humano (IDH) que elabora anualmente el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, un índice que combina la economía con la longevidad, educación, salud y nivel de vida. Pues bien, para el IDH de 2016, Cuba figura en la categoría alta –de cuatro categorías, desde la muy alta a la baja–, ocupando el puesto 67º, por delante de México, Brasil, Arabia Saudí, Kuwait, Panamá, Ucrania, Argelia, China, Egipto, etc., etc. hasta los 188 países que estudia. España, que ocupa actualmente el 26º, en 1996, con los gobiernos de Felipe González, llegó al 10º. Pero como es de Naciones Unidas, quizá también sean ‘rojos’…

David contra Goliat

El topicazo bíblico no deja de ser una realidad. Si la administración Kennedy, tan vicaria de la mafia norteamericana, no se hubiera dejado llevar por cantos de sirena y deudas ‘de honor’, las cosas hubieran podido ser distintas. Pero, arrastrada por sus compromisos, trató de aplastar la revolución cubana a poco más de un año de su triunfo, con la ridícula invasión de Bahía de Cochinos, sofocada en menos de tres días, y, posteriormente, con más de 600 intentos de asesinato, en su mayor parte encargados por las sucesivas administraciones de los EE.UU. a los matones de la mafia, principal perjudicadas por la revolución, a las fuerzas reaccionarias cubanas y a esbirros y asesinos a sueldo de la CIA, la mayor parte caricaturescos (“Operación Mangosta, la CIA y las 638 formas en que trataron de asesinarlo”); incluso se pergeñaron planes para realizar atentados terroristas en territorio norteamericano que ‘justificaran’ una invasión en toda regla, la típica operación de bandera falsa tantas veces utilizada por los EE.UU. La frustración de Kennedy, que no quería que los EE.UU. se involucraran más que tras bambalinas, desembocó el infame embargo –todavía vigente y sin visos, con el cernícalo Trump en el poder, de desaparición– y condujo a la revolución al marxismo y a los brazos de la Unión Soviética. Son muy conocidos los avatares continuados en los 60 años de la dictadura de Castro.

Diez presidentes de los EE.UU. han intentado doblegar a Cuba sin pausa y sin éxito. Y sin despertar las simpatías y solidaridad de Occidente, pues mientras los EE.UU. bramaban contra la inobservancia de los derechos humanos ‘de verdad’ en Cuba, de su siniestra Escuela de las Américas, hoy rebautizada con un eufemístico Western Hemisphere Institute for Security Cooperation, verdadera fábrica de asesinos en serie cuyas ‘enseñanzas’ a más de 60.000 militares y policías latinoamericanos, salían los dictadores que regaban cada metro de la América de habla española con sangre –de sus compatriotas, claro: todos, de la escuela de Franco–.

Quizás en este centro, fundado en 1946, los sicarios de Batista aprendieron los métodos con que, por ejemplo, quisieron someter la voluntad de Haydée Santamaría, revolucionaria de la Sierra Maestra, detenida en el asalto al cuartel Moncada en Santiago de Cuba, el 26 de julio de 1953; para obligarla a declarar que Fidel y sus 134 guerrilleros actuaban a las órdenes del depuesto presidente Prío Socarrás, le presentaron los ojos de su hermano Abel, el tercer cabecilla del asalto junto a Raúl Castro, y los genitales de su novio, Boris Luis Santa Coloma; inútilmente: “Morir por la patria es vivir”, les dijo. Trasunto del eslogan de la revolución cubana: “Victoria o muerte”.

En fin, parafraseando a Roosevelt sobre Somoza –“Es un hijo de puta, sí, pero es nuestro hijo de puta”–, diríamos de Fidel: “Fue un dictador, sí, pero fue nuestro dictador”

[En la gráfica: José Luis Molleda, para Madrid Sindical].

 

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