Lo de Ferrovial no es la causa, sino la consecuencia de las malas relaciones del Gobierno con los empresarios. Ya en su día se le puso a parir a Amancio Ortega por su donación de equipo oncológico, como si en vez de un acto de altruismo fuese una obligación por el dinero que detraía a los españoles por la venta de sus productos.
Recientemente las cosas no han hecho más que empeorar, dirigidas por la líder de Unidas Podemos, Ione Belarra. El más zaherido ha sido Juan Roig, como si el presidente de Mercadona fuese el culpable personal de la subida de la cesta de la compra. Lo menos que ha dicho de él la dirigente podemita es que resulta un “capitalista despiadado” y que “es indecente que se esté llenando los bolsillos” a cuenta de los ciudadanos.
El último de los insultados ha sido Rafael del Pino, cuya compañía, Ferrovial, ha sido calificada de “empresa pirata” por el deseo de trasladar su sede social a los Países Bajos.
Al margen de lo que uno pueda pensar de esta decisión empresarial, está dentro de las coordenadas europeas por las que nos regimos, con libertad de movimiento de personas, bienes y servicios. Resulta que cuando llega una inversión extrajera, bienvenida sea, pero cuando es al revés se arma la marimorena.
En este último caso, además, el sector socialista del Gobierno no ha sido menos virulento que sus socios de Podemos. ¿De dónde procede tanta inquina a los empresarios?
Resulta que nos encontramos ante una santificación de todo lo público y una consiguiente demonización del sector privado. No olvidemos que tenemos un Gobierno socialcomunista que no vería, al menos en parte, con malos ojos, la nacionalización de los medios de producción y la reducción de empresas a tamaño ínfimo y a su gestión colectiva.
El modelo de esos políticos que nos cogobiernan es Cuba, Venezuela, Nicaragua y otros países que van como van, pero, eso sí, sin empresarios malvados que crean riqueza y que, en vez de gastar su dinero en lujos asiáticos, generan empleo para sus conciudadanos.