No sé si lo mío es muy grave, pero han dejado de interesarme las noticias. No me refiero sólo a las truculentas: al asesinato de cada día, a la última víctima de la violencia machista, a la penúltima ocurrencia estrafalaria de Donald Trump, a la insurrección (violenta o, al menos, intimidatoria, qué quieren que les diga) de Cataluña, al Brexit de nunca acabar, al bloqueo político de España, al futuro imposible de las pensiones, a la desaceleración económica…
Paro ya. La verdad es que han dejado de interesarme las noticias, todas ellas. No me compensa anímicamente el grado de desazón que me producen. Y lo peor de todo es que ya no sé lo que es verdad y lo que no. Me explicaré.
Ignoro hasta qué punto son interesadas, manipuladas o ciertas las noticias que recibo: no hay más que ver las versiones contradictorias y hasta opuestas de los distintos medios de comunicación. Y no hablemos ya de las redes sociales: sin identificación de su autoría, sin posibilidad de verificarlas, sólo sirven para atizar los instintos más bajos del personal en vez de informarlo.
Para acabar de rematar este sindiós, que diría el otro, están los errores garrafales de los llamados profesionales del oficio: dicen una cosa cuando las imágenes que ofrecen muestran justamente lo contrario, confunden nombres, fechas y hechos, no saben explicar las causas ni las consecuencias de lo que comentan, dejan sin seguimiento hechos notables…
Ya me dirán si es para estar preocupado o no. ¿Y en estas condiciones queremos tomar decisiones correctas, en política o en cualquier otra área de la vida? Me temo que no.
Por eso, no me interesan las noticias tal como me las dan, aunque claro que quiero y necesito informarme. Lo que pasa es que hoy día noticias e información vienen a ser conceptos antagónicos.