Pablo Iglesias: una década caminando hacia la irrelevancia

Hace diez años el partido de los asesores de Izquierda Unida, cabreados porque la formación no les concedía unas primarias para que su profeta ocupara puesto en las europeas (ya habían elegido un candidato), se puso en manos de Pablo Iglesias para, expulsiones masivas ilegales por medio, por Yolanda Díaz impulsadas, por cierto, sustituir a Izquierda Unida y soñar con “sorpasar” al PSOE.

En realidad, los diez años se resumen en cuatro, los que Podemos estuvo en el gobierno, porque todo lo demás ha sido más ruido que nueces y más contagio sectario que política. Entre ustedes y yo, una oportunidad de renovación democrática perdida por el sectarismo de la pequeña burguesía empobrecida: cosa de la que Europa guarda dura memoria.

Derrotado por el “ayusazo”, pasionario, convocado por la historia a vencer al fascismo con escaso éxito, eligió a dedo una sustituta que tardó en abandonarlo lo que tarda en llegar un verano.

En realidad, el éxito de Iglesias no ha sido cambiar el país, como se prometió a sí mismo, sino “podemizar” al PSOE. Cosa, por cierto, que tiene que ver con la crisis financiera de 2008. Probablemente, Iglesias llegó cinco años tarde a la política.

Como han mostrado estudios que aquí he citado alguna vez, las crisis financieras, distintas a las económicas en la medida que erosiona el patrimonio de las clases medias y sus vástagos, son fuente de toda clase de populismos. Duran más, aunque tampoco tanto, los populismos de extrema derecha que los de izquierda, como los propios datos españoles están demostrando.

Gobernar se vuelve más difícil después de las crisis financieras. Las mayorías gubernamentales se estrechan y los parlamentos tienden a fragmentarse.

Lo que dicen los estudios, desde los años treinta en adelante, es que una década después del punto álgido de crisis, la mayoría de las variables de resultados políticos ya no son significativamente diferentes a la media histórica. Y ésa la tendencia que empieza a revelar la reciente historia política española, en la que solo la radicalización socialista es un dato atípico.

Cierto es que la continuidad de las crisis, singularmente los fracasos de la globalización, puede estar alargando los procesos, pero con la salvedad de los Estados Unidos no parece haber fuerza en los populismos para recuperar pujanza.

La extrema derecha se convierte en partidos tradicionalmente conservadores con retoques (Holanda o Italia. Incluso Francia) y aparece una izquierda que se aleja del populismo, aunque se contagia de algunos valores también conservadores.

Como ustedes recordarán. Pablo Iglesias no era de derechas ni de izquierdas. Y sus referencias ideológicas, aun teniendo aroma del Orinoco, era la de los populismos transversales hispanoamericanos, poco crecidos en las normas democráticas, tolerantes con las violencias políticas y ajenos a las políticas de cooperación, sean políticas o sociales.

Como Pablo Iglesias dijo, antes de convertirse en “pasionario” derrotado en Madrid, “el cielo no se asalta” por consenso.

“Asaltar el cielo” es una expresión de Marx en una carta al doctor alemán Ludwig Kugelmann, para explicarle el resultado de la Comuna de París cuyo fracaso atribuía a divisiones internas y errores políticos de sus dirigentes. Lección que el gran conductor parece no haber aprendido, salvo que se crea Marx, que todo puede ser.

Lamentablemente, para los parisinos de Montmartre, lo único que asaltó el cielo fue la mole del Sacré-Coeur, edificada por el obispo parisino en venganza del “sacro Imperio romano germánico-prusiano”, en palabras de Marx que es, más o menos, lo que Iglesias opina de la democracia española y su constitución, los medios de comunicación, la Unión Europea y las diversas izquierdas.

La historia es siempre política, escribió Antonio Gramsci. Alterando la línea del tiempo y la cultura institucional, Iglesias se lanzó a leer el pasado y el presente según las necesidades de su discurso.

La historia no está para suministrar relatos a colectivos políticos sino para impugnar lo falso, cosa que a Iglesias le importó poco, de hecho no le importó la desinformación nunca. Que los vencedores reescriban la historia no garantiza la victoria de quienes la reescriben: es lo que el sectarismo debiera haber enseñado a Iglesias, pero aprender no parece que haya aprendido.

Sin círculos ni partido, con exceso de pretenciosidad y un modelo de país y social más irritante que de consenso, quien pudo cambiar la política española ha sido derrotado, simplemente, por su propia soberbia.

Hay que reconocerle a Iglesias y su formación originaria, eso sí, una gran capacidad de contagio. La cultura de conflicto, odio y muros ha sido comprada por la izquierda tradicional y forma parte de una sociedad crecientemente polarizada.

Una década después, Iglesias y Podemos no nos dejan más democracia sino más inestabilidad. Y, sobre todo, más irrelevancia de las ideas de la izquierda, más agarrada al relato del poder que a la ética y sus contenidos históricos. La verdad es la realidad ha dicho Sánchez, que es lo más populista que se ha dicho en la última década y que a Iglesias le habrá gustado.

 

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