Aseguraba el filósofo Ortega y Gasset en las Cortes Republicanas que, en el Parlamento, hay tres cosas que no se pueden hacer: ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí. El ilustre pensador precisaba que en el Congreso se deben evitar las divagaciones o tratar los problemas con frivolidad. Por jabalíes, se conocía en el parlamento de la República a los diputados alborotadores, mientras que a los ultra-conservadores se les tildaba de cavernícolas.
Flaco favor hace el líder de Podemos con su parlamentarismo radical y extremista en este momento más que convulso de la política y la sociedad española. Su intervención histriónica y provocadora en el debate de investidura del presidente del Gobierno es todo un ejemplo de propaganda y agitación, de asamblearismo trasnochado, que en nada beneficia a la mayoría de sus cinco millones de votantes esperanzados en revertir la precaria e injusta situación generada tras la crisis financiera y los recortes del gobierno de Rajoy.
Arrogancia y bisoñez
Los insultos y el desprecio de Pablo Iglesias a la mayor parte de un Congreso en el que están representadas quince formaciones, con sensibilidades diferentes y contrapuestas, es más propio de la arrogancia personal, de la bisoñez de quien utiliza la política para zaherir y hasta de la pobreza intelectual y la impotencia de quien no ha logrado consumar el ‘asalto de los cielos’ que prometió a sus seguidores más radicales.
Mayor gravedad supone haber cercenado con exabruptos de calado –“un pasado socialista manchado de cal viva”– la oportunidad para conformar una ‘mayoría del cambio’ al anteponer los sillones ministeriales y posibilitar nuevas elecciones que han acabado por debilitar a los partidos de izquierda, fomentar el cainismo político y fortalecer el independentismo radical.
La oratoria política debe ser algo más que un conjunto de frases ingeniosas e inconexas (“Me debo al honor de mi patria y a los ciudadanos de mi país”), más que insultos procaces y retadores (“Hay más potenciales delincuentes en la Cámara que protestando en la calle, Rajoy será investido por un golpe parlamentario y la intervención de un partido político”) o incluso más que chascarrillos provocadores “(Merecer el odio de las oligarquías será la mayor de nuestras honras”, “Las dos instituciones a prueba de crisis son la Monarquía y el PNV”).
Mejor es no confundir la cruz de Borgoña con la de san Andrés, ni reivindicar a destiempo las brigadas Internacionales o hasta intentar abanderar y usurpar el nuevo socialismo frente a quienes lucharon, sufrieron y murieron por él, ya que la impostura, además de ser mala consejera, es propia de exaltados que no tienen ningún recuerdo en los libros de Historia.
Potenciales… idiotas
Ya sabemos que de potenciales energúmenos, vagos, chulos, malvados, idiotas, prepotentes, gilipollas y hasta delincuentes puede estar lleno el Parlamento. Potenciales, somos todos los ciudadanos. Lo legítimo en democracia es desenmascarar a los malvados y demostrar que lo son. Algunos hasta facilitan las cosas y se identifican antes de tiempo.
En la democracia reinstaurada en 1977 o se está en las instituciones o contra ellas. O se acata la legalidad (aunque se critique duramente) o se transgrede (con todas las consecuencias). O se está en las barricadas o se lucha con el argumento y la persuasión. Sorber y soplar es un arte imposible de practicar a la vez y, desde luego, peligroso de ejercitar en la vida pública.
Hoy es fácil intentar dinamitar el ‘antiguo régimen’, la antigualla de la Transición e incluso a los viejos partidos que la sustentaron…, una vez enterrada la dictadura, sepultado el terrorismo de ETA, neutralizada la ultraderecha y el golpismo franquista. También es valiente recordar que el miedo no volverá a las calles, cuando se han recuperado las libertades tras años de lucha y sufrimiento, erradicado la tortura y conquistado el derecho de reunión.
De las musas al teatro
A partir del lunes -además de gritar-, cuando el presidente electo de a conocer el nuevo Gobierno de la nación, se hará más necesario que nunca pasar de las musas al teatro, esto es, de las barricadas a la acción político-parlamentaria y aunar los esfuerzos necesarios para que la mayoría fragmentada de la oposición comience a legislar. Solo así se podrá revertir la precariedad, blindar la sanidad, la educación, la dependencia y los derechos sociales, y recuperar el empleo digno y los salarios en beneficio de los más débiles.
Ya sabemos que el insulto en la vida pública es tan antiguo como la Humanidad. Lo que ha cambiado con el tiempo es su forma de ejercitarlo en el arte de la oratoria. Cicerón dedicaba epítetos poco amigables a Marco Antonio que incluían desde “vergüenza humana” hasta “borracho disoluto”. Pero al menos se esforzaba en disfrazarlos con fina prosa: “Profanador de la honestidad y la virtud, campeón de todos los vicios, el más estúpido de los mortales, prostituto de moral corrompida”.
Aunque nuestros parlamentarios de hoy no tengan la altura de Castelar, la energía de Sagasta o la riqueza de Cánovas, deberían de cuidar al menos sus invectivas y vituperios. Si Unamuno viviera, bien podría repetir: Ni venceréis con la fuerza bruta del insulto y la palabra, ni convenceréis con la amenaza y la provocación para destruir las instituciones. El poder, por muy corrupto –que no ilegitimo- que sea, se cambia sobre todo con la acción política y la persuasión.
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