Ya les avisé en verano: “Quizá lo primero que habría que preguntarse es si existe la ‘trumpeconomics’”. Ya saben que a mí me pasa como a Paul Valery: “la estupidez no es mi fuerte”. Pero, a veces, acierto apuntando a los imbéciles. En realidad, lo que estamos padeciendo no es una mala política económica, que también, sino los dramáticos efectos de “la enfermedad del gran hombre”, de la que alguna experiencia tenemos por aquí, ustedes me entienden.
Los que no invertimos en bolsa, observamos el paisaje como quien camina en un día soleado de primavera. Esto no va conmigo, tratamos de engañarnos. Lamento informarle de que quizá ése sea un análisis precipitado. En realidad, la interacción entre un sector u otro de la economía es bastante más elevada de lo que imaginamos.
Imaginen, por ejemplo, que la incertidumbre bursátil puede afectar a las decisiones de inversión en vivienda, si los gurús se ponen de acuerdo en que no habrá crecimiento y quienes sostienen las hipotecas, asalariados, tienen en riesgo su empleo.
Piensen, por un poner que, con objeto de mantener sus márgenes y repartir beneficios, los bancos, además de ver reducidos sus impuestos debido a la caída de ganancias, nos suben las comisiones ya de por sí elevadas.
Calculen que si el dólar se desploma el gasto turístico será menor y así sucesivamente.
Pueden decirme, y tendrán razón, que no hay en España una fuerte relación entre bolsa y consumo o entre bolsa y pensiones. Sin embargo, el alineamiento en Estados Unidos entre bolsa, consumo y pensiones es elevado. La corrección de estos tres días negros ha hecho daño.
Por otro lado, si las cosas no cambian, si el petróleo se pone por debajo de sesenta dólares, lo del fracking americano o ruso no será rentable. Si el dólar sigue bajando, resultará que compensará una parte de los aranceles. Y ambas cosas generalizaran una crisis comercial, aún más profunda.
O sea, que la medicina no ha funcionado en los tres días de gloria liberadora de Trump. Y seguimos en la duda de si va a negociar o no o, incluso, si nos interesa negociar o remover un poco el cesto del desastre.
No cabe duda, ya han aparecido durísimas declaraciones de asociaciones empresariales, unos cuantos grupos de presión han torcido el morrillo y expertos economistas universitarios han alzado numerosos gritos de dolor y pánico.
¿Creen ustedes que eso alentará a Trump a un cambio de fondo? Mi opinión es que no. Incluso si redujera algunos aranceles (parece que todo el mundo menos los chinos lo esperan, otra razón para temer), el mayor activo económico de Estados Unidos ya ha desaparecido para siempre: la predecibilidad y la confianza.
Es evidente que, de no cambiar las cosas, estos aranceles, de mantenerse, elevarán los precios, eliminarán empleos y reducirán las jubilaciones. Nadie los pagará más caro que los trabajadores estadounidenses y después irá usted, avisado queda.
En los ochenta y noventa se destrozó la industria convencional norteamericana, pero la convirtió en una bolsa exagerada de dinero procedente del endeudamiento, el exceso de liquidez que más tarde nos llevó a todos a la ruina. Es lo que tiene el capitalismo: su empeño en destrozarse a sí mismo. Por cierto, un truco negociador de Trump está siendo no pagar la deuda del tesoro norteamericano,
Ahora bien, un shock al capitalismo inevitablemente plantea la pregunta de si los capitalistas responderán, y cómo. Ante los aranceles de Trump, ¿qué hará la clase empresarial estadounidense?
Contundentes declaraciones serán presentadas. Pero es poco probable que esas palabras se conviertan en acciones significativas, ya que simplemente no está en la naturaleza del lobby empresarial luchar contra el Partido Republicano.
La razón es relativamente evidente. Si hay crisis la pagarán ustedes; si no la hay habrá cierta recuperación de valor, y si nos tenemos que cargar algún CEO o echar a Musk, lo echamos.
A diferencia de gran parte del mundo desarrollado, Estados Unidos carece de una organización única y representativa para las grandes empresas. La Cámara de Comercio solo promueve causas políticamente impopulares: la industria tabacalera busca protegerse de su responsabilidad, la industria automotriz busca relajar las normas de seguridad, el sector de los seguros médicos busca frenar la reforma sanitaria, etc.
En 2018, en lugar de organizar un frente unido contra el régimen arancelario de Trump, casi 4.000 empresas intentaron presionar individualmente a la oficina correspondiente para obtener exenciones individuales para las importaciones que les interesaban. No lo consiguió prácticamente ninguna.
Ese fenómeno es una característica persistente de la era Trump. El boicot de la Cámara de Comercio a las contribuciones de campaña al Partido Republicano, tras la insurrección del 6 de enero, duró dos meses. Y el lobby agrícola, antaño una poderosa voz proinmigración en el Capitolio, prácticamente ha abandonado la defensa pública de los inmigrantes. Si la historia sirve de guía, entonces, no habrá una ruptura significativa entre las corporaciones y el Partido Republicano.
Vivimos la pesadilla de “los grandes hombres hacen historia”, afirmaba el teórico de izquierdas Mike Davis poco antes de su muerte en 2022. “A diferencia de la Guerra Fría, cuando los politburós, los parlamentos, los gabinetes presidenciales y los estados mayores contrarrestaron en cierta medida la megalomanía en la cúpula, existen pocos mecanismos de seguridad que permitan a los máximos líderes actuales escapar del Armagedón”. O sea, no hay medicina frente a la “enfermedad del Gran Hombre”.
No cuenten con una reacción liderada por las élites contra Trump —en materia de comercio, inmigración, Estado de derecho o cualquier otra cuestión-.
El caso es que no debieran esperar que la pérdida de valor económico de los oligarcas (por cierto, desaparecidos en los tres días que han conmovido al mundo), la reducción de sus consumos o las futuras y posibles crisis de rentas, promuevan otra ira que la suya: al fin y al cabo, es usted quien va a pagar la fiesta.