Señoras y señores, deben saber ustedes que hay algo que molesta mucho a los cronistas: que no hagan caso de nuestras atinadas advertencias. Llevo meses indicándoles las innumerables señales del advenimiento del apocalipsis que nos acechan. Les conté que comer gusanos no podía ser bueno, les dije que un mojito sin ron y un Martini con zumo de boniato anunciaba el fin de la raza humana. No he dejado de señalarles decenas de veces que difícilmente gritar Zorra es moderno de la muerte o que la música que no es música desprecia siglos de trabajo de músicos notables.
Esta semana tampoco empezó bien. Don Juan Ignacio Ocaña, mi jefe radiofónico, faro y guía de la vida en la sabana se ha hecho “instagramer”. ¿Qué querrá: enviarnos fotos de gacelas, huyendo de las fauces del león, quizá irse él mismo a la sabana a hacerse un selfi o quizá pretende, y eso es peor, convertirse en un pseudomedio? Solo el futuro nos lo dirá.
Pero, amigas y amigos, la semana acaba peor aún. Sí; no me van a creer, pero el Táper desaparece, la empresa Tupperware va a la quiebra. La empresa desaparece, a causa de que ustedes la abandonaron en la pandemia o de que compran cualquier trasto en el chino del barrio o esos paquetitos elegantísimos forrados y de cristal que las señoras modernas llevan al trabajo.
El táper nos salvó, en primer lugar, del tintineo de la tartera. La lata que conquistó Tánger y Tetuán en la mochila de los hispánicos soldados, que cruzó frentes y fronteras en los treinta. La que llevaban nuestros obreros de la construcción y compañeros del metal. Ese ruido de pobre hambriento desapareció gracias a estos emprendedores norteamericanos que ahora entran en quiebra.
Tupperware, la marca estadounidense de envases de plástico para alimentos, tiene 78 años de antigüedad, fundada por el químico Earl Tupper en 1946 ha sucumbido por el entorno económico.
Tupperware se hizo famosa en los años 50 y 60 cuando los representantes de ventas, en su mayoría mujeres, organizaban fiestas Tupperware para vender su gama de recipientes de plástico. Para muchas, era una oportunidad de ganar dinero extra para sus hogares, con un horario flexible que no requería un trabajo de tiempo completo fuera del hogar.
La empresa con sede en Massachusetts se convirtió en sinónimo de almacenamiento de alimentos, pero ha caído frente a los competidores que promocionan sus productos a personas más jóvenes en TikTok e Instagram. O esos cacharros chinos que a la segunda vez ya no sirven.
Hace tiempo que la fiesta terminó para Tupperware. Los cambios en el comportamiento de los compradores hicieron que sus envases pasaran de moda, ya que los consumidores han empezado a dejar atrás la adicción a los plásticos.
Las fiestas Tupperware llegaron en la década de 1960, Las anfitrionas organizaban con los asistentes a juegos, como lanzar un recipiente sellado, lleno de jugo de uva por toda la sala para demostrar la fuerza del sellado. Eso era un contenedor y no lo de ahora que se suelta a la primera. La última fiesta Tupperware está datada en 2003, cuando la empresa finiquitó los contratos con las 1.500 personas que vendían sus productos.
Ahora que sus madres y abuelas han aprendido lo que es el “Batch cooking”, o sea hacerles comida para toda la semana, desaparece el táper. Por cierto, si le digo yo eso del “batch cooking” a mi desaparecida madre me da con la “open hand” un bofetón de narices.
Ahora, digo, su madre tendrá que ponerles su cocina en tápers chinos que se abren, en recipientes inestables y, si me apuran, en la tartera de su abuelo de usted que ha sobrevivido en el desván.
Un mundo sin táper es difícil de imaginar. Últimamente, mis vinos de viernes son para rememorar algo difunto. Yo me beberé hoy el vino mientras pienso en qué pasará el día que a los chinos se les acabe el vidrio. Ustedes sigan sin hacerme caso, yo no paro de avisarles: se acerca el apocalipsis.