Los separatistas que creen que la Liga de Fútbol francesa recibiría al Barça con los brazos abiertos se equivocan de medio a medio. La eventual independencia de Cataluña en contra del Estado español sería el mayor problema para una Europa a la que ya comienzan a acumulársele en exceso.
¿Cómo podría Francia dar el visto bueno —aunque sólo fuese deportivo— a una secesión que lleva implícita la reivindicación futura del Rosellón y su posible contagio desde Córcega hasta Bretaña, sin olvidarse del País Vasco francés?
La hipotética ruptura —por mucho que taimada y benévolamente se la llame desconexión— podría abrir la caja de Pandora de una Europa en la que florecen cada día más conductas euroescépticas, nacionalistas y hasta fascistas. De hecho, a partir del fracaso del intento de Constitución Europea, la unidad política del continente se mantiene con hilvanes.
La modificación de los límites territoriales dentro de la UE, de no cerrar filas, podría extenderse desde Italia hasta Macedonia. ¿Por qué, en un contexto que redefiniese el mapa europeo, no iban a exigir su propio territorio las minorías nacionales existentes dentro de Rumanía o de Bulgaria, pongo por caso?
Europa ya conoció a lo largo del Siglo XX sucesivas y traumáticas modificaciones de fronteras —guerras mundiales incluidas—, con éxodos masivos de población, como para volver a empezar. En este momento, tiene ya cientos de miles de inmigrantes del otro lado del Mediterráneo que no sabe cómo integrar en su sociedad. ¿Acabarán siendo ciudadanos de ninguna parte, como ya les sucede hoy día a otros tantos habitantes de los países bálticos, privados de nacionalidad por el simple hecho de continuar siendo rusófonos?
Por todo ello, al margen de que llegue o no a suceder, la posible independencia de Cataluña no sería una bicoca para nadie. Quien afirme lo contrario, es decir, que Europa recibiría alborozada a la nueva República Catalana, no sólo se equivoca, sino que miente pues como un bellaco.