Conversación de un hombre con su gato

El cronista sabe que ya es inevitable. Atenazado por el temor, ha estado posponiendo su necesaria conversación. Sabe que el tiempo ha concluido y la procrastinación, inútil: pronto llegará la comunicación oficial y su interlocutor debe conocerla de antemano.

El cronista toma notas para ajustar sus argumentos, se levanta de sillón y se dirige hacia Manolito, que lo observa llegar sorprendido y con cierta incomodidad, no le gusta que le perturben en su descanso. La conversación de un hombre con su gato nunca es sencilla. Genéticamente dispuestos a la desconfianza y la aventura solitaria, el gato pretenderá no solo no dejarse engañar sino, si le es posible, engañar a su interlocutor.

El cronista lo sabe, conoce los riesgos de la conversación, de sus potenciales consecuencias.

Ningún cronista llegará nunca a nada si no dispone de un seguidor fiel, dispuesto a que su genio no caiga en el olvido. Su gato, observador desde el mismo escritorio de sus notables ideas, es el profeta, el predicador que todo cronista necesita. El perro no es lo mismo, su tendencia al peloteo lo hace poco capaz para este menester. Debe pues ser cuidadosa la conversación de un hombre con su gato.

Pero es necesario armarse valor. Y nadie dirá que un cronista que se ha atrevido a hablar mal de Pablo Iglesias carece de la valentía necesaria. Sí; amigas y amigos, esta mañana he tenido una conversación de hombre a gato con Manolito, mi gato.

He decidido ser asertivo e iniciar directamente mi dramático anuncio: “Manolito”, le digo, “Belarra ha elaborado una ley de protección animal”. Observo, su reacción: arquea su cuerpo, se le eriza el lomo, me observa temiendo la gravedad de lo que continuará.

Tenemos que decidir en primer lugar, carraspea el cronista, que clase de gato deseas ser, pues la clasificación por la señora Belarra impuesta es muy extensa.

Sostiene Manolito, que él no es ni un gato callejero ni de esos de colonias, que a ver que me he creído. Afirma, al mismo tiempo, que no es un gato no identificado ni tampoco abandonado ni extraviado como su propia presencia en mi domicilio justifica.

Sostiene, igualmente, que no es un merodeador. Debo decir, en este punto, que sospechosamente mira a un agujerito que se percibe en una esquina de la red protectora de nuestra casa en el que hasta hoy no había reparado.

No le ha hecho nada de gracia eso de que tienen que ponerle un chip, me ha parecido que maullaba algo parecido a que le pinchen a la ministra, pero no podría jurarlo.

He tenido que explicarle, como de soslayo, que lo de la castración ya no le afecta. Pero se ha interesado mucho por el asunto y me ha parecido entender que no me perdonará nunca que le haya privado de placer gatuno y que, al menos, debiera haberle avisado para no quedar mal en sus citas con las gatas. Debo reconocer que, en este punto, no le falta algo de razón.

Pero, señoras y señores, hay un punto por el que el bicho afirma que no pasa en absoluto: ése que dice que sólo se puede quedar tres días solo.

Afirma que nuestro contrato tácito implica que tiene derecho a estar sólo mucho más tiempo y que, por lo menos, le estamos quitando cincuenta días de sus merecidas vacaciones, que ya nos aguanta bastante.

Me he comprometido, no se lo digan a nadie, a irme algún día más de los que la ministra autoriza, siempre y cuando quede entre nosotros. Momento en que Manolito ha decidido dar por concluida nuestra conversación y ha abandonado el escritorio.

Señoras y señores, siendo cierto que el trato a las mascotas no siempre es el deseable, incluso en algunos casos deleznable, el ánimo regulador del populismo realmente existente es excesivo, habiendo como hay múltiples ordenanzas municipales sobre el asunto. De hecho, no sé en que idioma piensan dirigirse las autoridades a los gatos callejeros o a las abundantes colonias de gatos, para regular correctamente su convivencia,

Siendo antidemocrático, y hasta ilegal, según el populismo realmente existente, la identificación de quienes rodean el Congreso de los Diputados o queman contenedores, no entiendo que derecho humano justifica, por el contrario, la identificación de quienes alimentan a las colonias felinas con unas míseras raspas.

Por cierto, que si a usted le parece que una colonia descuidada de gatos es un peligro y decide retirarla, estará mereciendo una sanción grave, me recuerda Manolito, que ha vuelto enojado, para expresarme su solidaridad con el abundante gato callejero.

Tampoco sé qué cuerpo policial se ocupará de las oportunas sanciones e identificaciones. En fin, que la Señora Belarra ya tiene su adecuada sandez.

Mi gato se ha ido, tras nuestra conversación a teclear compulsivamente el ordenador. Al cabo, he recibido, de un amable muchacho de Amazon, probablemente un falso autónomo, una solicitud de confirmación de un libro de título sospechoso: “La gestión de la alergia por el gato moderno”.

Un hombre que conversa con su gato sabe que la conversación tendrá consecuencias. Me he preocupado un poco. Pero creo que la señora Belarra pagará los tratamientos alérgicos. Espero.

En fin, Señoras y señores, diviértanse con su gato, este fin de semana, nunca se sabe cundo sus animales de compañía serán trasladados a un paraíso animal en el que vivirán solos, protegidos por excelentes asociaciones, convenientemente subvencionadas.

 

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