Cuando la socioesfera empezó a emponzoñar la presunta honradez de la prensa

Juan Berga me lo ha recordado, presumo que sin querer, con su artículo De la intoxicación al relato, de la verdad a lo verosímil. Él habla de 1979, la época del consenso y el desencanto, en la que había ruido de sables, por fuera, y casi bombas por dentro de la propia UCD, una coalición de poder más que un partido político al uso, que gobernaba España y en la que corrían ríos de color púrpura.

Fuera de la UCD también había machetes y, mientras, la transición se llevaba por delante a algunos estudiantes protestones que eran abatidos por pistolas homicidas. Pero en ese escenario nada idílico, casi distópico de una España que quería cerrar su pasado y dar un paso al frente, había en los medios de comunicación una gran profesionalidad y una honradez casi a prueba de bombas (contra El País, por ejemplo, o contra El Papus) en la concepción del periodismo, en las ideas y en la praxis, elementos que hoy se echan de menos en el periodismo que nos rodea.

¿Cuándo acabó la presunta inocencia de la prensa? ¿Quién comenzó a corromper a los medios de comunicación de masas en España y a convertirlos en asilvestrados, cuando no en aborregados juntaletras al servicio del que paga?

La comparativa de aquellos primeros años de la transición con la España actual que nos hace Berga en su artículo es, más que brillante, de matrícula cum laude (no confundir con cum fraude, de lo que es experto un tal Sánchez). Berga escribe en Off The Record que “la democracia se había ganado a sangre y calle con participación activa del periodismo, los transistores y abundantes complicidades. Hasta que, al fin, algo se rompió: ignoro en qué momento exactamente”.

El momento de la ruptura en general no está claro, es cierto, pero en lo que se refiere a la corrupción de los medios de comunicación, se me ocurren dos fechas significativas. La primera tiene que ver con el referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN, celebrado el miércoles 12 de marzo de 1986. Yo particularmente ejercía de corresponsal político en una agencia de noticias y, como tal, me correspondían las informaciones de los partidos políticos, del gobierno de Felipe González, del Parlamento y de acciones institucionales como las elecciones o, en este caso, los referendos.

Mes y medio antes del referéndum, el director de mi agencia, que acababa de asistir junto a otros directores de medios de comunicación a una reunión en el palacio de la Moncloa con lo más granado de la Presidencia del Gobierno, me llamó a su despacho y me dijo: “¿Qué opinas tú de la permanencia de España en la OTAN?”. Era una pregunta con trampa, yo lo sabía, pero quise ser sincero y honesto conmigo mismo: “Ni OTAN ni Pacto de Varsovia. Felipe González debería cumplir su palabra de honor y sacarnos de la Alianza”. La respuesta del director –una persona que, sin embargo, sentía verdadero afecto por mí- fue inmediata y contundente: “A partir de este momento quedas apartado de toda información sobre el referéndum OTAN”.

Supe que lo que pasó en mi agencia de noticias –apartar a los díscolos- ocurrió también en algunos otros medios de comunicación, y que en la mayoría de los medios restantes las ‘órdenes’ de Presidencia del Gobierno al respecto –aún se usaba en aquella época el llamado fondo de reptiles, consistente, en la mayoría de los casos, en subvenciones prácticamente a fondo perdido a los medios de comunicación para librarles de la quiebra, o para sanearles sus maltrechas cuentas de resultados- se cumplieron con un control exhaustivo sobre la forma y contenidos con los que se informaba sobre el referéndum.

Pero, en mi caso, lo que desconocían mi director y los fontaneros de Moncloa es que yo colaboraba paralelamente con la revista Interviú que, dada su línea editorial, me permitía publicar allí con pseudónimo toda la información que podía recabar sobre el referéndum OTAN, así como darle el adecuado protagonismo a los que se prodigaban en el no, como era el caso de Izquierda Unida y diversas plataformas contrarias a la Alianza y que otros medios estaban prácticamente silenciando.

¿Comenzaron a perder ahí realmente la inocencia los mass media españoles? ¿Fue ése el inicio, el pistoletazo de salida para una prostitución gradual de la información? Habrá quien lo niegue, pero lo que fue, sin duda, es un experimento que sirvió de base para toda una política posterior de control de la prensa por el poder político. Un deseo y una forma de controlar a los medios y a los periodistas en las cuestiones más importantes con un formato más sibilino, pero igual de efectivo, que el que usó la dictadura que acabábamos de dejar atrás.

Decía un poco más arriba que para mí había dos fechas importantes para el inicio de la pérdida de la inocencia en la prensa democrática española. El primero, el ya referido control periodístico para llamar al ‘sí’ en el referéndum sobre la OTAN, pero el segundo tiene que ver con la primera –y luego con la segunda- concesión de licencias de televisión privada el 25 de agosto de 1989: dos en abierto, Antena 3 y Telecinco, y otra de pago, Canal Plus, en una graciosa doble concesión en este caso al Grupo Prisa.

Habría que recordar en este punto que, tras el arrollador triunfo socialista en 1982, Felipe González pasó toda una legislatura sin afrontar esta concesión. La razón es que González situó en TVE a José María Calviño, que se encargó de ponerla al servicio del felipismo sin rubor alguno, hasta el extremo de declarar públicamente que “haría todo lo que fuera necesario para que Fraga –líder de la oposición en esa época– no llegara nunca al Gobierno” (les suena esta frase con otras similares pronunciadas hoy por Pedro Sánchez?).

Pero por aquellas fechas yo llevaba las páginas políticas de la revista Interviú, en el Grupo Zeta, y aquel día en que el Consejo de Ministros decidió esa concesión recibimos la orden ‘desde arriba’ de que todos los medios del grupo debían asistir a la rueda de prensa tras el Consejo y preguntar por qué no se había concedido la licencia al proyecto del Grupo Zeta, y sí al resto, especialmente a PRISA. ¿Me creerían ustedes si les dijera que en aquella rueda de prensa se negó la palabra a los periodistas del Grupo Zeta? La socioesfera mostraba ya todo su poder, que ahora se ha hecho omnímodo con Sánchez.

Luego vinieron otras fechas para la historia de una prostitución periodística, como la ocasión en la que Aznar quiso meter en la cárcel a Jesús Polanco (Jesús del Gran Poder, como era conocido el presidente de Prisa), o cuando años después Zapatero hizo la gracieta de darle un canal televisivo a sus amiguetes para formar una cadena propiamente prosocialista y, al mismo tiempo, dejar que Prisa, que se hundía por el gran fiasco económico de Canal + en cerrado, pudiera cambiar los acuerdos de la concesión y emitir en abierto a través de Cuatro.

Hubo muchas más cosas, claro, como la aparición de las redes sociales y su extraordinario poder, lo que afectó de una forma inversamente proporcional a la caída de la prensa oficial –algo que explica muy bien Berga en su artículo-, pero en tan poco espacio he preferido centrarme en una idea concreta: cómo el poder político de unos y otros acabaron con la edad de la inocencia en la incipiente prensa democrática española. Hoy hay lo que hay, y lo que hay no es nada bueno, pueden creerme.

 

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