Corría 1979, la época del consenso y el desencanto; había ruido de sables y casi de bombas en la UCD. Quien podía mandar, me mandó y, apenas habiendo dejado una facultad de economía, me envió a un Centro Regional de RTVE a grabar uno de esos interminables programas que desgranaban las propuestas electorales.
Sin la menor idea del asunto, un realizador acudió en mi ayuda y compusimos algo presentable. No debió ayudarme mal. A los pocos días, el que podía mandar me dijo que siguiera con eso de la economía, pero que pasaba a ser jefe de prensa. O sea, que me puso en el lado oscuro de la barrera periodística, cosa en la que anduve un par de décadas.
Me sirve el ejemplo de aquel realizador no sólo para hablar de la vieja solidaridad corporativa, hoy prácticamente fenecida, sino para reflejar lo que aprendí enseguida: parecía que todos y todas estábamos haciendo algo importante, cómplices en construir algo que no teníamos y, de hecho, parece que durante años lo hicimos.
Naturalmente, el jefe de prensa lo aprendí enseguida, había de hacer la suya, pero también es cierto que los veteranos periodistas de la época eran lo suficientemente advertidos y advertidas como para comprobar lo que uno les contaba.
La “intoxicación” era el pecado, no pocas veces descubierto y la mayor parte de las veces perdonado, del jefe de prensa. Al final, prevalecía la verdad o algo que se le parecía mucho.
La democracia se había ganado a sangre y calle con participación activa del periodismo, los transistores y abundantes complicidades. Hasta que, al fin, algo se rompió: ignoro en qué momento exactamente.
Quizá fue cuando la abundancia convirtió a los medios en simples empresas cada vez más endeudadas y se siguieron los cierres que precedieron al capitalismo y periodismo de amiguetes.
Quizá, cuando los periodistas veteranos se hicieron caros y fueron paulatinamente sustituidos; cuando para defender nichos de mercado los medios se pasaron a las correspondientes barricadas o cuando las grandes voces y mejores plumas se convirtieron en preceptores de opinión que determinaban qué opinión era aviesa o cual correcta, decidieron que podían insultar o despreciar a un colega, en la mejor hora del día, porque no son del gobierno o de la oposición.
Los jefes de prensa pasaron a ser comunicadores y lo suyo no era crear noticias sino relatos, contar cuentos. Y para los medios y los cuentos no importó la cosa de la verdad, era suficiente con que lo publicado fuera verosímil.
Y, por si fuera poco, vinieron las redes sociales. O sea, que el odio sustituyó a la información y los doscientos caracteres a la opinión. Para qué informar, si todo el mundo lo sabe todo.
Vivimos entre historias construidas en gabinetes de “sabios” que nos cuentan cosas verosímiles, que no son necesariamente ciertas, que se multiplican en redes donde nada se sostiene razonablemente.
Ha cambiado la tecnología de la información y de la política: la simplificación, la banalización, la personalización y el descrédito son las herramientas que se usan.
Las razones para el pesimismo nos inundan. Quizá, a veces, nos conforta que este o aquel reportero o reportera siga curtiéndose la vida en una trinchera de las muchas guerras existentes. Que haya opinantes que se nieguen a seguir mandatos de redacciones que ejercen de comisariados, redactores que peleen un corto, por irrelevante que sea, becarios y becarias que no piensan en la hora de irse a casa.
Añoramos aquellos tiempos en los que los hechos eran incontrovertibles y las opiniones libres. Ahora los hechos nos los prescriben y las opiniones las pone el nicho de mercado. Quizá, cuando la inteligencia artificial acabe con las facetas de la profesión, rastree, también, aquellas viejas crónicas y podamos leerlas… con porras hechas con impresoras 3D y café sintético, eso sí.
En fin, mantengamos el optimismo: el ritmo que sujeta la historia es la opinión libre y la democracia. Lo demás se desvanecerá, tarde o temprano. Aunque cuesta, cuesta.