Se hace poco a poco, como el ir quitando las sucesivas capas de una cebolla, pero lo cierto es que el desmantelamiento del Estado se viene haciendo en España de forma inexorable.
No sólo pasa en Euskadi y Cataluña, de las que hablaremos en seguida, sino que el estilo de cogobernanza autonómica ha impuesto un modelo descentralizador que hace que los ciudadanos de una u otra Comunidad sean diferentes y no sólo en la guerra impositiva que se ha establecido entre ellas.
Si repasamos los tres poderes del Estado vemos que se han envilecido no sólo en su composición, partidista y obsecuente con quienes los nombraron, sino en su actuación cotidiana. Lo grave no sólo es eso, sino la desaparición institucional del Estado en parte del país.
En el caso de Cataluña, la previsible atenuación del delito de sedición, previa, quizás, a su desaparición del Código Penal, sólo es el último clavo, hasta ahora, del ataúd de la unidad nacional. Su reducción de penas viene a ser una invitación a quienes fueron condenados por ella y a sus seguidores, a repetirla a más bajo precio, pues ya han avisado públicamente que “lo volveremos a hacer”.
Por lo demás, la legalidad del Estado apenas existe ya en Cataluña, donde la rebeldía ante la ley del Parlamento autonómico es constante y se vulneran las sentencias con tal de que el español desaparezca socialmente de la vida cotidiana del Principado.
Si esto es así en Cataluña, no digamos nada de Euskadi, donde se ha conseguido ya la existencia de federaciones deportivas distintas y hasta enfrentadas con las de España y se insiste en crear una institución judicial propia para aplicar sus propias leyes.
No quiero seguir desbrozando un camino para mí obvio hacia el troceamiento inexorable del país. Sólo pretendo recordar que cada concesión que se hace a los separatistas, en vez de aplacarlos, excita su apetito independentista. Por eso, cualquier concesión, por el motivo que sea, no es más que un suicidio a plazos.