El miedo de los independentistas catalanes no es al Estado español, al que piensan debilitado y a la defensiva, sino a sus propios paisanos: a los más radicales de los mismos.
Se entiende, entonces, perfectamente, la disensión entre los de Torra-Puigdemont y Esquerra Republicana, lanzados los primeros en una huida hacia adelante y dejando la iniciativa en manos de los radicales de la CUP y CDR, herederos de los anarquistas de Durruti y demás revolucionarios que hace 70 años se cargaban a todo quisque.
Ezquerra, más pragmática y con mayor visión de la historia, sabe que, de no pararse a tiempo, “la revolución, como Saturno, acaba siempre devorando a sus propios hijos”. La frase, atribuida a Saint-Just o Robespierre -quienes en su corta vida asesinaron a mucha gente antes de acabar ellos mismos bajo la guillotina-, indica que los más revolucionarios odian tanto a sus compañeros de viaje como a sus adversarios y que, de darles el poder, éste les sirve para matar a reyes y, en el mejor de los casos, acabar entronizando emperadores como Napoleón.
De salirles bien su propósito a los de la CUP-CDR -antes, nacionalistas; luego, soberanistas; más tarde, independentistas, y ahora militantes por una República de Catalunya-, el idílico país que propugnan sería un Estado totalitario y antidemocrático, sin libertades y sin bienestar, hundido en el agujero más profundo y retrógrado de la historia y con Torra, Puigdemont y tantos otros de su cuerda en una cárcel que no es tan benévola como las actuales.
Sólo quienes se han dado cuenta de eso, siendo ellos también secesionistas, perciben que “el procès” se les está yendo de las manos. ¿Se puede parar, se preguntan, antes de que la locura revolucionaria propicie una violencia generalizada?