El reciente dictamen del Abogado General del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), Dean Spielmann, al concluir que la Ley de autoamnistía de Pedro Sánchez no contraviene los intereses financieros de la Unión ni la lucha antiterrorista, así como al desestimar igualmente el concepto de “autoamnistía”, ha lanzado una carga de profundidad sobre la integridad del Estado de Derecho y sobre la cohesión estructural de la Unión Europea como organización social y de derecho. Lejos de ser un mero asunto interno español, este pronunciamiento, que propone al Tribunal de Luxemburgo no declarar la norma incompatible con el Derecho Comunitario, podría interpretarse como un punto de inflexión que erosiona los principios fundamentales sobre los que se sostiene el proyecto europeo.
Con este dictamen del Abogado General del TJUE hemos entrado en el marco de la UE en una peligrosísima semántica de la decadencia, dado que la Ley de Amnistía, impulsada por el gobierno de Pedro Sánchez como pago a la Cataluña secesionista por votar favorablemente su investidura, ha sido objeto de serios cuestionamientos por parte de órganos judiciales españoles, como el Tribunal de Cuentas, la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo, y ha generado una alarma político-social sin precedentes. La principal preocupación radica en si una medida de gracia -curiosamente tan amplia para los supuestos mafiosos como exclusiva para ellos mismos-, negociada y aprobada solo para asegurar la estabilidad política de Sánchez y su partido –cuyas figuras más relevantes están hoy en los tribunales acusadas de presunta corrupción a gran escala-, respeta la separación de poderes y el principio de igualdad ante la ley.
Bruselas parece servir a unos intereses bananeros, sembrando con su decisión un precedente muy peligroso: Que el Abogado General de la UE avale la norma, incluso ante las dudas sobre su aplicación a la malversación (aunque puntualizando que los fondos no eran directamente de la UE) y el terrorismo (al considerar la norma una “desactivación parcial” y no una anulación total de la Directiva, sin analizar la creación y actuación de los autodenominados CDR), establece un precedente peligroso. Sugiere una tolerancia institucional de Bruselas hacia normativas que, a ojos de importantes estamentos judiciales nacionales, podrían socavar la independencia del poder judicial de los Estados miembro y la rendición de cuentas por el uso de fondos públicos.
Que el Abogado General no haya querido analizar los autodenominados Comités de Defensa de la República (CDR) catalanes es un claro síntoma de que la Europa de los mercadores ha dado un paso más allá y se está convirtiendo en la Europa de la corrupción. Los CDR son grupos de activistas independentistas surgidos en Cataluña en 2017 para defender, sobre todo violentamente, el referéndum de 2017 y posteriormente la independencia de Cataluña. Se caracterizan por su estructura informal y horizontal, agrupando a personas de diversos ámbitos sin jerarquía oficial. Han organizado gravísimas protestas callejeras, con altercados extremadamente violentos aprendidos de las técnicas de la kale borroka practicada en Euskadi como brazo social de las políticas ejecutoras de ETA.
Por otro lado, la negación explícita del concepto de “autoamnistía” por parte del Abogado General, al calificar la Ley como el “fruto de un procedimiento parlamentario regular” (que en España no votó casi el 50% de los diputados), simplifica en exceso la compleja realidad política subyacente en el Estado español, con un gobierno en la mira de la UCO y de la Fiscalía Anticorrupción. En un contexto donde esta digamos Ley es la condición sine qua non para la continuidad del sanchismo, se plantea la duda fundamental: ¿puede considerarse plenamente un ejercicio de soberanía democrática neutral una ley cuyo principal beneficiario político es el propio gobierno que la promueve, al garantizarle la mayoría parlamentaria?
El apoyo implícito, o la no condena expresa de esta digamos Ley de Amnistía, por parte de las instituciones europeas, si bien se basa en una interpretación legal estricta (centrada en si hay afectación directa a los intereses financieros de la UE o al marco antiterrorista), corre el riesgo de ser interpretado políticamente como un aval a las prácticas del “populismo radical” y al golpismo dentro de un Estado Miembro.
El término “populismo radical”, en este contexto del sanchismo o supuesta corrupción dominante, no se refiere a la ideología tradicional, sino a una forma de ejercicio del poder que prioriza la conveniencia política a corto plazo sobre la solidez institucional a largo plazo; polariza la sociedad y debilita las instituciones de contrapoder (como el poder judicial). Un sanchismo que utiliza la ley no para servir a la justicia, sino para servir a la política, creando ad hoc soluciones legales para problemas de gobernabilidad.
Al dar luz verde, incluso provisional, a una Ley que la oposición y diversos órganos judiciales perciben como un intercambio de favores políticos por impunidad judicial, Bruselas está señalando una relajación de su vigilancia sobre los valores fundamentales de la Unión. Esto es particularmente grave cuando la UE ha sido históricamente estricta con otros Estados Miembros (como Hungría o Polonia) por vulneraciones mucho más ambiguas del Estado de Derecho. La percepción de doble rasero o de una geometría variable en la defensa de los principios europeos socava la credibilidad de Bruselas y, por ende, del proyecto comunitario europeo.
El camino Hacia la autodestrucción de Europa
Ahora parece más evidente que nunca que los intereses espurios que la decisión del Abogado General parecen representar, indica que la autodestrucción de Europa no vendrá de una invasión externa, sino de la erosión interna de sus propios principios. Es la grouchada del siglo: ‘Estos son mis principios, pero si no le valen tengo otros’. Si la UE permite que sus valores fundamentales sean objeto de trueque político nacional sin una condena clara, el andamiaje del proyecto europeo se viene abajo.
Si el TJUE termina ratificando las conclusiones del Abogado General, se enviaría un mensaje claro a los líderes europeos: la instrumentalización del poder legislativo para fines de gobernabilidad personal –lo que representa el proyecto sanchista- es tolerable, siempre y cuando no se crucen las líneas rojas explícitas de los fondos comunitarios. Esto fomenta la deslegitimación de las instituciones europeas ante los ciudadanos que ven cómo sus sistemas de justicia son debilitados, y como cualquier golpista tendrá derecho a practicar su escisión concreta. Que Francia se ande con cuidado.
La amnistía es, por definición, una excepción a la ley. Normalizar la creación de “zonas de excepción legal” negociadas al más alto nivel político, en lugar de resolver los conflictos dentro del marco constitucional y judicial ordinario, abre la puerta a que cada Estado Miembro reclame su propia “excepción soberana”. Esta fragmentación legal es el antónimo de la unificación y la integración europea.
El riesgo más serio es que el aval de Bruselas a la Realpolitik española siente un precedente que, lejos de ser un acto de “normalización”, sea una capitulación silenciosa ante la política del quid pro quo que debilita la autoridad moral y social de la Unión. En última instancia, una Europa que tolera la erosión de la Justicia en nombre de una supuesta estabilidad política es una Europa que ha comenzado a escribir su propio epitafio. La decadencia no viene por el auge de la extrema derecha; es más, el auge de la extrema derecha viene cuando los principios europeos se convierten en mercancías, meras variables de negociación-corrupción.



