Europa no vive, precisamente, su mejor momento de las últimas décadas. Desconcertada sobre su identidad, escéptica sobre su presente y pesimista sobre su futuro, se revuelve en convulsos movimientos antagónicos, cuyo último y mejor exponente han sido el alineamiento de los austríacos tras un ecologista radical, por un lado, y un extremista autoritario, por otro.
Motivos no sobran para esta esquizofrenia colectiva, agudizada tras la crisis económica de 2008 y que alcanza su apogeo con la devastación del sur del Mediterráneo, el terrorismo yihadista y la invasión de masas desesperadas que huyen de conflictos en los que la misma Europa ha colaborado con su ignorante ingenuidad.
Ante todo esto, un continente angustiado no sabe adónde mirar y duda, interesadamente o no, sobre la pervivencia de sus instituciones. De ahí el crecimiento de los nacionalismos, el euroescepticismo, el auge de la extrema derecha y la propuesta de salida británica de la UE.
El panorama no resulta nada alentador para una Europa asustada de sí misma, de su crecimiento desordenado y de la imposibilidad de mantener las cotas de bienestar alcanzado en sus mejores momentos.
No obstante, lo que más preocupa a la Unión Europea en este mismo momento, según algunos analistas, no es ni la crisis griega, que da ya por amortizada, ni la inmigración musulmana, que considera encauzada, ni protestas como la de los franceses ante las reformas, inevitables o no, de su aparato económico. La mayor preocupación de la UE, aquí y ahora, es España y el resultado de sus próximas elecciones.
Nuestro país tiene un peso determinante en Europa y sus problemas pueden desestabilizarla. ¿Y cuáles son éstos?: una economía que no acaba de enderezarse y con un paro endémico y desolador, la posibilidad de que una izquierda antisistema alcance el poder y ponga patas arriba el sistema político y productivo y, finalmente, los movimientos separatistas que podrían cuartear España.
En algunos despachos europeos, al parecer, esta posibilidad resulta sencillamente aterradora. Sería, según ellos, el pistoletazo de salida de un “sálvese quien pueda”, que acabaría con la inestable unidad continental. En esa hipótesis, la fragmentación de España podría contagiarse a algunas otras regiones europeas y, en cualquier caso, supondría el final de la UE tal como ahora la conocemos.
No sé qué hay de cierto o no en esas previsiones. Lo único seguro es la importancia de las próximas elecciones legislativas en una España que no da muestras a sus socios europeos de saber salir de la maraña en la que está enredada.