Confesará raudo el cronista que le han sorprendido un tanto las apasionadas despedidas que la izquierda le ha dedicado a Francisco. Así que hay que preguntarse qué hay en al papado que ahora ha concluido para imaginar un Papa de izquierdas.
Hay que reconocer dos cosas. Una, evidente: la crisis de la Iglesia Católica que dejó Ratzinger y sus infinitos problemas de credibilidad social. Otra, que cualquier reforma reclamaba un cambio de la curia y el régimen de poder. Francisco fue inmisericorde con las estructuras de poder del Vaticano y sus grupos de presión: no hubiera pasado el límite de la reforma laboral española ni por asomo. En el Vaticano le llamaban “el carnicero”.
Tengan en cuenta que Francisco ha elegido, ni más ni menos, a 106 cardenales de los que votarán en el Cónclave, sobre 135: cuatro de cada cinco votantes son de la misma disciplina doctrinal, lo razonable sería esperar cierto tipo de continuismo, pero en el Vaticano nunca se sabe.
En realidad, entiendo que su “reformismo” se refiere a estas cuestiones más que a otras de orden doctrinal o social.
Efectivamente, el tipo de populismo típico de buena parte de Argentina y cierto jesuitismo, es decir, el poder de la retórica sobre los hechos, ambas cosas siempre se le ha reprochado a Bergoglio durante toda su actividad pastoral previa a su nominación como Pontífice, respondía bien al elitismo, la falta de carisma y el estricto requerimiento doctrinal de Benedicto XVI.
Las encíclicas de Ratzinger llenas de filosofía eran muy apreciadas por los católicos muy formados y versados en doctrina, pero incomprensibles para la mayoría de los creyentes, a los que iba espantando. Las encíclicas de Francisco, que ha ponderado el secretario general del PCE, por ejemplo, no decían prácticamente nada.
Francisco, que eligió ese nombre por Francisco de Asís, eligió, como discurso, un lema de los franciscanos: paz, pobres y vulnerables. Un discurso apropiado para los tiempos que corrían en el momento de su nombramiento. Ciertamente, no hace falta ser creyente para defender estos valores, pero Francisco sabía que no era el discurso doctrinal el que acercaría la iglesia al pueblo, sino un toque de retórica anti-élites.
Aquí es donde la izquierda populista encontró legitimación a su discurso en una institución extraordinariamente influyente. Sin embargo, hay que recordar que su propia compañía, en el cónclave que eligió a Ratzinger, conspiró contra él por una supuesta posición conservadora.
Bergoglio, primero, y el Papa Francisco, después, consiguió escapar de las etiquetas de conservador o progresista, siguiendo esa actitud populista arriba señalada.
¿Pero era Francisco algo más que un reformador de la administración del poder vaticano y la curia? Desde luego, desde la perspectiva de las promesas de inicio de mandato los resultados nos ofrecen un papado incompleto.
Si queremos ser estrictos, tras la retórica del Papa fallecido, su aparente liberalismo, hubo un absoluto respeto a la doctrina y la ortodoxia católica.
Se aproximaba, permanentemente, en su retórica, a las líneas rojas de la ortodoxia, pero nunca las traspasaba. Ni un solo cambio doctrinal, a pesar de los discursos. Hay que decir que lo de predicar y no dar trigo es muy vaticanista, de toda la vida.
Su discurso sobre el capitalismo o la economía podrán haberse leído en Juan XXIII o Pablo VI.
Es cierto, Francisco se enfrentó a la necesidad de ensanchar la base social de una Iglesia en crisis. La caída de vocaciones y seguimiento en los países tradicionalmente católicos, el papel de las mujeres en la iglesia, los problemas del celibato, el matrimonio entre personas del mismo sexo son cuestiones que han quedado sin resolver en la agenda vaticana. El propio Papa quedó atrapado entre discurso y pensamiento en estas cuestiones muchas veces, como cuando advirtió del “mariconeo” (sic) en los seminarios.
Por eso, no es difícil tener la impresión de que el discurso de Francisco ha podido frenar la crisis de legitimidad, pero no la ha resuelto. Quizá haya sido más firme en el asunto de los abusos sexuales, pero la sensación de que las diócesis caminaban arrastras, empujadas por los poderes públicos y juzgados también han sido notables.
Es en este sentido que considero el de Francisco un papado incompleto. Ciertamente, habrán de ser los que creen y se vinculan a la autoridad moral del papa quienes opinen cabalmente tanto del papado acabado como del futuro. No es pequeña cosa para los demás: ninguna duda sobre la influencia global de la institución.
Ahora bien, ya puestos a opinar les diré que, con Trump en el poder, no habrá el papado conservador que los vientos europeos parecen reclamar. Ni sería improbable el retorno de un papa italiano, un negociador y mediador internacional y alguien dispuesto a dar un pasito más, romper alguna línea roja. Imagino, eso sí, que deberá ser un papado previsible, que dé noseguridad en un mundo convulso.
Creo que el Cónclave mirará a Washington y se sumará a la táctica mundial de buscar contrapoderes a la hegemonía americana y la polarización.
En el Once festival de la Juventud, cuando militantes de la juventud comunista italiana viajaban en barco a Cuba, murió súbitamente el Papa Juan Pablo I. Los jóvenes comunistas italianos, llenos de ironía, colgaron una pancarta: ¿Será Berlinguer -secretario general del PCI- Papa? No, tranquilidad, Pedro no será Papa.
Ese camino “antiTrump” es cierto, en lo retórico ya lo había emprendido Francisco, la riña a Vance, antes el prójimo que América; sus críticas a Israel, la rotura de relaciones con los ortodoxos rusos es una línea que impulsó, bien aconsejado por el Secretario de Estado -uno de los “preferiti”- del que ustedes oirán hablar estos días.
“Vere Papa mortuus est”. “En verdad, el Papa ha muerto”. Sean o no creyentes les animo a seguir el ritual y protocolo vaticano: dos mil años de cultura contemplan un rito en el que muchos y muchas de sus conciudadanos valoran en términos espirituales.