Kissinger me caía mal

Se siente, se ha muerto, mayor, centenario, que descanse en paz. Aunque ya se sabe que en España enterramos muy bien, les diré que no: a mí Henry Kissinger me caía mal.

Pueden empezar reprochándome algún prejuicio, por ejemplo, sobre las élites de Harvard; no protesten, a ustedes les caen mal los blanquitos (sólo son chicos y blancos) de Silicon Valley y yo no digo nada. También eran tiempos, cuando lo conocí, de que te cayeran mal sus jefes, Johnson o Nixon y el imperialismo. Por otra parte, el personaje tenía una oscura cara B, oculta por su imagen de estadista y asesor eterno, menos publicitada.

No dejaré de reconocer que el caballero creó algunas instituciones diplomáticas propias de la última parte de la guerra fría, que aliviaron algunas de las amenazas que, día sí y otra también, amenazaban la vida del personal.

La “realpolitik”, el reconocimiento de China, los acuerdos de control de armas de la URSS, las negociaciones en zonas en conflicto. Todo eso, naturalmente, bajo el principio de la hegemonía norteamericana, por supuesto. Principios que mantuvo siempre, razón por la que Bush le puso al frente de las cabezas de huevo que le asesoraron tras los atentados del 11 de septiembre, con los notables éxitos conocidos.

Judío de origen, con familia exilada de Alemania, poco antes de la Segunda Guerra Mundial, logró, eso hay que reconocerlo, un inicio de entendimiento entre Egipto e Israel, tras la guerra del Yom Kippur, que aún se mantiene no se sabe si por la amenaza del Estado Islámico o por los lazos entonces establecidos.

Vale; consiguió un premio Nobel de la paz, preventivo, tipo Obama, por lograr un alto el fuego en Vietnam, no por acabar con la guerra.

Si ustedes llevan, como el cronista, años preguntándose por qué Murakami no tiene el premio es porque los suecos no tienen ni idea de lo que pasa en Oriente.

Tanto es así que el citado acuerdo se rompió al poco (la guerra no acabaría hasta dos años después, 1975) y los suecos le pidieron que devolviera el Nobel. Cosa a la que el caballero se negó, mientras los norteamericanos seguían bombardeando.

Kissinger sabía, y lo dijo, que los norteamericanos no ganarían aquel conflicto, pero mantuvo las políticas bélicas.

Son de aquella época los terribles bombardeos de Laos o Camboya (que pretestaron luego los “jemeres rojos” para justificar el asesino régimen camboyano de Pol Pot (aprendan los aprendices de brujo lo que ocurre cuando se convierte un país, Gaza por un poner, en un aparcamiento a golpe de bombas).

Eso forma parte de la cara B de Kissinger, como lo es que ningún régimen asesino se privara de su visita o apoyo sea Suharto (Indonesia), Marcos (Filipinas) y todos los que pululaban al amparo de las mutuas protecciones que ofrecía la Guerra fría.

Pero si algo no le perdonaremos, al menos el personal español de la época, en 1973 el cronista tenía 17 años, fue la intervención de la Secretaría de Estado norteamericana en la organización del golpe de estado en Chile (1973), la muerte de Allende (y el probable envenenamiento de Neruda). Tampoco la intervención en la llamada “Reorganización Nacional de Argentina”, la dictadura de Vileda (1976),

Muñó, junto a la CIA, la operación Cóndor, una campaña de represión política, iniciada a partir de 1975, que incluía terrorismo de estado y asesinatos de líderes y militantes de la oposición. Además de las citadas Argentina y Chile, pasaron a ser dictaduras Bolivia, Paraguay, Uruguay que llenaron de muerte y dictaduras Hispanoamérica.

Los valientes que nunca pudieron con Cuba arrasaron por décadas lo que la política de la hegemonía norteamericana llamaba “el patio de atrás”. Males que aún sufre el continente en modo de divisiones sociales, como, por ejemplo en la que aupó a Milei o el referendo constitucional en Chile.

Los príncipes y estadistas encienden a su muerte estrellas en el firmamento. Permitan que hoy encienda una vela por los que sufrieron la prepotencia del estadista. No; a mí no me caía bien Kissinger.

 

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