El Partido Popular no necesita enemigos externos porque se basta él solo para dedicarse a su propia destrucción. El último episodio, aún inconcluso, es la pugna por presidir el partido en la Comunidad de Madrid. Es notorio el empeño de la dirección nacional en impedir que el cargo recaiga en Isabel Díaz Ayuso, quizás el mayor activo del PP en estos momentos. No sólo consiguió más escaños que toda la izquierda junta en las elecciones autonómicas, sino que es un personaje que para sí quisieran en otras comunidades en las que los populares no levantan cabeza.
A eso me refería: a que el PP viene haciendo más favores a sus enemigos que a sus propios partidarios. Con un complejo de inferioridad manifiesto, se pirra más por conseguir aplausos magnánimos del PSOE que en escuchar a sus propias huestes. Lo demostró cuando defenestró a Cayetana Álvarez de Toledo como portavoz parlamentaria, por el qué dirán, o cuando arremetió contra Vox en la moción de censura en vez de hacerlo contra el partido del Gobierno.
Ahora viene haciendo lo mismo en los acuerdos para renovar los órganos institucionales del Estado, en las que no sólo fomenta la imagen de pasteleo con el PSOE, sino que se ha plegado a los intereses del Partido Socialista, que es el mayor beneficiado con los cambios.
Mientras el PP se dedica a estos despropósitos, confía todo a las encuestas que le son favorables, más por demérito de sus rivales que por méritos propios. Y hace mal, porque nada hay más traicionero que unos sondeos a más de un año vista de las elecciones.
De aquí a entonces, el PSOE piensa beneficiarse del voto cautivo de los subsidios a los nuevos electores y otras gabelas igual de tramposas que ellos, así como de los fondos europeos que cubrirán las deficiencias presupuestarias y los errores económicos del Gobierno.
O sea, que no se confíe el PP: mientras sestea cómodo al abrigo de las encuestas, sigue auto flagelándose por ser como es y disparándose en el pie en vez de hacerlo sobre su enemigo político.