La oligarquía, el tecnofascismo y las izquierdas

Como ya habrán adivinado se nos viene una nueva palabra, ésta para ser usada en el ámbito internacional y el nacional: “el tecnofascismo”. La izquierda hizo caso omiso a las advertencias de Vicente Verdú cuando anunciaba que un sistema que no producía bienes sino experiencias acabaría en crisis; lo llamó “capitalismo funeral” (2009) -menos aún a Zubof que bautizó el peso de la tecnología como capitalismo de vigilancia (2018)-.

La izquierda se mantuvo en la suya, sin tomar notas de estas advertencias: el tecnoautoristarismo era cosa de rusos y chinos. Descubierto Elon Musk y sus efectos en las relaciones internacionales nos llega el tecnofascismo.

Pedro Sánchez nos informó a principio de mes que los ricos influyen en la política norteamericana. Bien, han pasado sólo 64 años desde que Eisenhower lo denunció ante los americanos, hablando del complejo militar industrial. Eso sí, una vez que Trump ha sido nombrado presidente ya no es un oligarca sino un “aliado natural”.

También nos informó de que los hombres (chicas no hay) más ricos que proceden del mundo de la tecnología encabezan una “internacional reaccionaria”. Sólo han pasado 35 años desde que Michael S. Malone anunció el “tecnofascismo” que venía de Silicon Valley.

Bien es cierto que Sánchez cambió de opinión el pasado fin de semana: nos informó de que el encabezamiento de tal internacional es de Ayuso –y no de Musk- y los ricos no están con Trump sino que viven en Madrid a golpe de comisiones. Es el tipo de afirmación de “cabeza de huevo” que, por exageración pierde credibilidad. Podrá ser la señora Ayuso lo que ustedes quieran, pero colocarla en la pandilla de Trump es que da risa.

Advertir de las tendencias autoritarias de las empresas tecnológicas no es algo propio de la era “Maga” (“Make great America Again”) sino que es algo estudiado desde los años 90, cuando los observadores empezaron a manifestar su preocupación por la inclinación derechista de Silicon Valley y su potencial de “tecnofascismo”.

En el auge de la manía puntocom en los años 90, muchos críticos advirtieron sobre un creciente fervor reaccionario. “Olvidemos la utopía digital”, escribió el veterano periodista tecnológico Michael S. Malone, “podríamos estar encaminándonos hacia el tecnofascismo”. La escritora Paulina Borsook dijo que el culto al poder masculino en Silicon Valley “recuerda un poco a los primeros partidarios del eurofascismo de los años 30”.

Sus voces fueron acalladas en gran medida por los entusiastas tecnológicos. En la raíz de este pensamiento reaccionario estaba un escritor e intelectual público llamado George Gilder que entronizó la expresión “emprendedor”, luego tomada como lema por Reagan como alternativa a las denuncias a lo que procedía de sus políticas.

Silicon Valley acabó formando parte de una tendencia más amplia de lucha contra lo “políticamente correcto”.

En este contexto, como ya les he dicho aquí, la situación actual del progresismo es más de persecución de la hipotética oligarquía que de proteger a los viejos héroes de la clase obrera que la izquierda no encuentra.

La izquierda siempre ha tratado de definir, con más o menos oligarcas, sociedades definidas por sus hombres y mujeres trabajadores y sus clases medias y no por sus oligarcas. Las regulaciones y políticas de bienestar eran los instrumentos para mantener en línea a las oligarquías que han ido creciendo en la media parte del siglo pasado.

Sin embargo, ahora, una parte de los jóvenes especialmente abandona a la izquierda reguladora e incluso se abre al tecnofascismo. Una de las razones es la contaminación de la izquierda, hace algunas décadas, por el liberalismo que produjo la crisis financiera, pero también por cierta pasión censora de la izquierda.

El rechazo a lo “políticamente correcto” está en la base de uno de los éxitos de la “pandi de Trump” y es, probablemente, la primera derrota cultural de la izquierda desde los años sesenta del siglo pasado. Ha tendido la izquierda más a depurar sus filas a golpe de corrección que a ensancharlas. Lo “woke” ha producido más rupturas que consensos y eso le ha venido de cine a las derechas más populistas.

El estado de pánico, escasez e inseguridad que alientan las oligarquías, especialmente Trump y lo que representa, alienta un egoismo autoprotector que la izquierda no ha sabido administrar. No se trata de apuntar enemigos sino de hacer amigos.

La historia de Silicon Valley sugiere que no se trata de un problema pasajero ni de una anomalía, sino de un crescendo de fuerzas centrales para la industria tecnológica y la actual ola de titanes tecnológicos de derechas está construyendo sobre los cimientos de Silicon Valley.

Lo nuevo en este periodo respecto al pasado no es la existencia de oligarquías derechistas de ricos. Lo nuevo es que se han hecho más visibles.

Oligarcas como Musk se han colocado en el centro de las campañas políticas y aspiran a gobernar. Esa nueva visibilidad –evidenciada por los líderes tecnológicos sentados frente al gabinete de Trump en la toma de posesión– también podría hacer que los oligarcas sean más vulnerables políticamente.

“Oligarca” no es sólo un insulto para los súper ricos o un sinónimo de “élites”, ni tampoco significa simplemente el gobierno de unos pocos. Si esto último fuera cierto, todas las democracias representativas tendrían que contarse como oligarquías.

Sigue siendo inusual que los oligarcas se apoderen de las palancas del Estado, a menos que, como en el caso de Berlusconi, entrar en política parezca ser el único medio de evitar la cárcel. De los designados políticos de Trump, 26 tienen fortunas que superan los 100 millones de dólares, 12 son multimillonarios. El suyo es el gabinete más rico de la historia de la nación.

Esa extraña mezcla de visibilidad e invisibilidad crea vulnerabilidad. Ésta debiera ser la estrategia de la izquierda. Explotar la vulnerabilidad. Están los conflictos de intereses y los escándalos que resultarán del saqueo del Estado que deben analizarse. Sin embargo, por ahora, tanto los demócratas como el público en general, la izquierda europea y el conjunto de la Unión, carentes de liderazgo, se comportan de forma parecida: una simple denuncia, a veces retórica, otras simplemente propagandística y otras confusa de políticas que sólo persiguen negociar con los propios antes que crear una alternativa política.

Al final, la mejor apuesta sigue siendo el poder de contrapeso: organizaciones fuertes. Lo que no parece funcionar en ninguna parte es, precisamente, el conflicto político en las esferas alternativas a las oligarquías, el debilitamiento en el contexto de la política democrática de los consensos, considerando simples quintacolumnistas a quienes no tienen que ver, precisamente con estas oligarquías.

 

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