La verdad hace tiempo que dejó de existir. Lo importante no es lo que ha ocurrido, sino lo que se dice que ocurrió. ETA ha sido fiel a ello hasta el final. Su disolución no es la de una banda terrorista, sino la de un “grupo armado” que ha puesto fin no a matanzas indiscriminadas sino a la “lucha”. Ellos, pues, son los amantes de la “paz”, a la que se ha llegado a través de un “conflicto” en el que ha habido “víctimas de ambos lados”.
El lenguaje, pues, nunca es neutro y puede llegar a resultar perverso.
En la ficción, lo reflejó George Orwell, en la novela 1984, donde un ministerio se dedicaba a reescribir la historia para que se correspondiese con la versión oficial. Lo peor es que en esto el arte imita a la vida, ya que la Enciclopedia Soviética, durante la Rusia de Stalin, falsificó de una manera sistemática las actuaciones de la dictadura.
Es lo que sucede con el relato victimista del independentismo catalán. En su día trasmutaron la Guerra de Sucesión en un movimiento emancipador que no existió y convirtieron al jefe de los monárquicos austracistas Rafael de Casanovas en el líder de un presunto secesionismo. Para colmo, culpan de todos sus males a la instauración borbónica de Felipe V, cuando precisamente se produjo a partir de entonces el desarrollo económico catalán con el comercio de las Indias.
Nada de eso importa, sino el relato que queda de ello.
El mantra actual viene a ser “España nos roba”, “El Estado español tiene un déficit democrático” ya que existen “presos políticos” y “exiliados”, la intimidación verbal y física del secesionismo es “pacífica”, aunque se acose a guardias civiles, se insulte a la población no sumisa, se corten calles y se impongan huelgas, haya pintadas denunciadoras y se obligue a cerrar establecimientos.
Este artículo podría ser larguísimo, si desmenuzásemos en él otros hechos históricos, desde los componentes de la leyenda negra sobre España, hasta el manto de silencio sobre el genocidio de Leopoldo II de Bélgica sobre su propiedad personal del llamado “Estado Libre del Congo” (¡menudo eufemismo!).
Pero dejémoslo aquí, porque la perversión del lenguaje es infinita y lo peor es que los convencidos de cualquier relato inventado creen en él a pies juntillas, más allá de la tozuda evidencia de la realidad.