En una feria de New Jersey, hace años, un amigo americano me regaló un pin con las banderas de España y Estados Unidos entrelazadas. Por deferencia hacia él me lo coloqué en la solapa. Nadie me hizo comentario alguno hasta que me topé con un español: «¡Qué horterada! —me espetó—, ¡si serás facha…!».
Es que somos el único país del mundo en el que los símbolos nacionales producen sarpullido, algo totalmente impensable en las demás naciones, desde Lituania a Singapur o desde Australia a Madagascar, países todos ellos, por cierto, menos antiguos que la maltratada España.
En el maltrato incluyo la resistencia de muchos ciudadanos a utilizar su nombre, sustituyéndolo por el eufemismo de «Estado español», o simplemente, del «Estado», incurriendo en la paradoja de afirmar, por ejemplo, que «hará buen tiempo en todo el Estado» o que «la selección del Estado gana el Eurobasquet».
Hasta países relativamente recientes, como Italia -con escasos 154 años de existencia- experimentan una cohesión y un orgullo nacional imposibles entre nosotros. Aquí, por ejemplo, se arma la marimorena porque una diputada del PP diga «¡Arriba España!», exclamación desgraciadamente utilizada por la dictadura de Franco, cuando a nadie ofende, en cambio, que el nacionalismo vasco grite «¡Gora (arriba) Euskadi!». Y no digamos del «¡Visca Catalunya!», expresión del todo natural, frente a la más que sospechosa de «¡Viva España!».
Para mayor inri, la popular canción que lleva este último título no se debe a Manolo Escobar, como muchos creen, sino a dos autores belgas: Leo Caerts y Leo Rozanstraten. Ya ven que lo nuestro es para hacérselo mirar.
Y es que tras el momento máximo de exaltación nacional tras la invasión francesa de 1808, nuestra unidad como pueblo no ha hecho más que cuartearse, no implicándonos en ningún conflicto exterior, sino peleando siempre con encono entre nosotros mismos en sucesivas guerras civiles, pudiendo incluir como tales la emancipación de nuestras colonias.
Esa falta total de autoestima propicia los centrífugos movimientos nacionalistas en nuestro país, a pesar de ser una de las diez economías más florecientes del mundo y poseer un estado de bienestar sin parangón en nuestra historia.
Remediarla, sin embargo, no resulta nada fácil porque nuestra clase política ha hecho dejación de ello y porque en las escuelas no se enseña una historia que se ignora cuando no se tergiversa lisa y llanamente.