No lean mal las intenciones de este comentario. La vivienda es, junto a ciertas tensiones macroeconómicas (envejecimiento, precios…) que se nos vienen, uno de los cuellos de botella de la economía española. Circunstancias que a nosotros, nuestras familias o gente a la que conocemos, están pagando en forma de precios imposibles.
Esta semana, en otro éxito de ausencia de mayorías parlamentarias, el gobierno perdió la modificación de la ley del suelo –en esta ocasión, para no hacer el ridículo, se la había encargado al PNV-. En realidad, no era un gran cambio, solo cambiaba algunos aspectos del desarrollo urbanístico.
No es poca cosa. Hay que recordar que en España hay 6,8 millones de viviendas paralizadas por planes generales del 2008 no aprobados. Las razones, las mismas que Sumar adujo para no votar: el temor al pelotazo.
O sea, que más que pelotazo era una perspectiva de vivienda necesaria que se paralizó, simple y llanamente, por razones ambientales, un exceso regulatorio y criterios políticos. También, porque hemos confundido la ciudad habitable con la baja densidad de los edificios: suelos escaso, más densidad, es lo que diría cualquier analista que no deseara vivir en una isla tropical. Es también cierto, que a peor movilidad, peor accesibilidad a la vivienda: el transporte es igualdad, lo he dicho aquí más de una vez.
Lo que quiero reseñar aquí es la importancia de interpretar bien los números y la estadística. Un titular de periódico exagerado, una afirmación sobre el crecimiento de precios, etcétera, conduce a unas u otras políticas de vivienda, algunas erróneas.
Por ejemplo, las afirmaciones sobre el derecho a la vivienda casi en usufructo y con controles de alquileres llevan a reducción de la necesaria oferta o, por ejemplo, a soluciones clientelares de las que aquí ya hemos hablado.
No; ni estamos en una burbuja inmobiliaria, ni los precios son los del boom de la vivienda que, como respuesta, vivimos en los primeros años del siglo. Solo hay un elemento relativamente comparable: la presión migratoria. El resto de la burbuja se correspondió con factores que hoy no existen: exceso de liquidez en los mercados, tipos de interés muy bajos, aparición en el mercado inmobiliario de las Cajas de Ahorro y efectos de las deducciones fiscales.
Existe un consenso amplio de lo que hoy ocurre: en primer lugar, un crecimiento demográfico en las grandes ciudades, procedente en buena media de la inmigración; también, una regulación del suelo, normativas y planes generales notablemente retrasada sobre la realidad como ya se ha dicho; la paralización de la provisión de vivienda pública o subvencionada en los últimos años y una mala regulación de los pisos turísticos, junto a la compra de vivienda por extranjeros que el gobierno, por cierto, en poco explicable criterio -expulsar extranjeros en España no parece muy inteligente– se quiere tasar con impuesto.
Ni estamos en una burbuja, ni los precios son los de aquella época. Para que me entiendan, con comportamientos, en distintas fases económicas distintos, en 22 años el alquiler ha subido el 52% -una media de 1,9% anual-. La inflación ha subido un 66%.
Lo que esto quiere decir, en una primera lectura, es que el problema es que los españoles y españolas hemos vivido la mayor pérdida de capacidad adquisitiva de nuestra historia.
Si hablamos de las zonas más tensionadas en la actualidad el crecimiento de precios, desde 2021, es en Madrid (6,5%), Barcelona (4,5%) o en el conjunto de España (6,2%) mucho menor que el IPC (19%).
Por otro lado, la desaparecida capacidad constructiva supone que el número de hogares creados duplica al de las viviendas construidas. Mientras los visados fueron en 2006 hasta 865.561 viviendas, en 2024, solo alcanzaron 118.555. En 2025, España necesitaría 3,5 millones de vivienda para saturar la demanda, momento en que empezarían a bajar los precios, si el gobierno quiere cumplir su ley de que solo el 30% de los ingresos se dediquen a vivienda.
La estructura del mercado de alquiler no es monopolista, cosa que justificaría el control de precios. Medida que, por cierto, afecta a los contratos nuevos, pero no a los antiguos. Que los que padecen altos alquileres estén en riesgo de pobreza no es causa del alquiler, sino de que ha subido el riesgo de pobreza en la población en general. Hay pocas familias en alquiler (18%). Focalizar la política de vivienda en la pobreza nos impide afrontar el problema global.
La llamada en economía “housing affordability”, el esfuerzo para obtener vivienda, ha subido un 20% desde 2015. El índice de precios el 60%. Es aquí, es aquí en el coste de la vida y el aumento de los hogares donde está la cuestión.
Los precios no suben porque haya monopolistas (el 74% de la propiedad son pequeños tenedores) sino porque la demanda sube más rápido que la oferta. La desorientación en estas cifras puede producir distorsiones en el propio mercado.
Que se haya reducido el nivel de oferta en alquiler o que el aumento del alquiler de temporada (especialmente en Barcelona) haya crecido en un millón de viviendas tiene su origen en esta cuestión.
De Igual forma, suprimir las licencias reguladas de alquiler turístico solo reducirá el precio del alquiler en apenas un 0,75%.
En resumen, la fuerte elevación de los alquileres nuevos durante los últimos años; los bajos salarios que dificultan el acceso al endeudamiento para la compra de vivienda, más aún cuando a la vez endeudamiento y vivienda se han encarecido; la retirada de pisos en alquiler para dedicarlos a alquiler vacacional, en parte debido a la limitaciones normativas al alquiler que se han ido introduciendo; todos ellos son factores que dificultan extraordinariamente la vida de muchas personas.
Pero esas circunstancias no son las causas que explican que el porcentaje de hogares en riesgo de pobreza o exclusión social sea elevado (alrededor del 27%), ni tampoco que este porcentaje sea notablemente mayor entre quienes viven en alquiler que entre quienes viven en propiedad.
Créanme, los números nos confunden.