Yo a Pekín, tú a Washington

La gran esperanza china recorre España, desde El Estaquín (La Coruña) a Tarifa (Cádiz). Puestos a venderse, mejor a un chino, que los conocemos del barrio de toda la vida, que al malvado imperialismo. Dicho sea de paso, tampoco se pongan exquisitamente rojos: el régimen chino es lo que desearía cualquier liberal redomado: sistema capitalista, partido único y sin sindicatos.

Sánchez puso encima de la mesa los cuatro acuerdos en los que llevan meses negociando, con la mediación de los mejores lobistas patrios, por Zapatero organizado. El día que electoralmente convenga, pondrán sobre la mesa las otras dos cuestiones que se están discutiendo: la fábrica de coches y el Puerto de Canarias.

Los de la Comisión Europea no han dicho demasiado, aunque alemanes, franceses y algún otro se acabarán mosqueando por el asunto ése de pintarla el primero con un país que tiene algún que otro problema con Europa y que utilizará a España como plataforma de competencia. Esta es una batalla donde conviene elegir amigos, y Sánchez parece haber elegido muy lejos. Ya se verá.

Los americanos no solo se han mosqueado por la cosa de sortear los aranceles con fábricas en Europa. Les preocupa la cuestión estratégica: tanto invertir en Marruecos para acabar teniendo en la frontera sur de Europa a los chinos. Llevan una temporada que no aciertan mucho.

El caso es que mientras señoreaba el presidente en Pekín, ha mandado al ministro de economía a dar la cara con el correspondiente secretario de Estado que calificó de “suicidio” la visita del español a China. Ponerse de cara en el momento en que se libra la batalla del siglo, no solo comercial sino también de divisas, puede no ser una excelente idea. Pero allí que va el ministro a darlo todo por la patria.

La verdad es que siempre estuvimos peligrosamente sobreexpuestos a las decisiones tomadas en Washington: consideremos este momento caótico como una oportunidad, eso dicen los manuales.

Pero, por primera desde que tenemos memoria europea, las apelaciones a la diferencia entre la presidencia y otras instituciones estadounidenses más sólidas se han silenciado ahora, a medida que universidades, bufetes de abogados e incluso parte de la prensa se inclinan ante su nuevo y errático rey.

Las preguntas que se plantean ahora giran en torno a cómo Europa y el resto del mundo pueden distanciarse de Estados Unidos y de su sistema global de asistencia militar y disuasión.

El desafío es técnico y psicológico. Es difícil imaginar un mundo post-estadounidense, porque Estados Unidos lo creó. Cuando Estados Unidos se convierte en un actor volátil, la propia arquitectura del orden financiero global comienza a tambalearse.

Lo vimos en la crisis de confianza en el dólar tras los aranceles de Trump. La solidez del Estado de derecho y la separación de poderes —pilares de la confianza en una economía— también están ahora en duda, mientras el gobierno se enfrenta a su propio poder judicial y el presidente presume de cuántas personas en la sala se lucraron con la caída de la bolsa. ¿Se trata de tráfico de información privilegiada si la fuente es el presidente?

Igual de formidable es la tarea mental de desinvertir en Estados Unidos y la inseguridad hace la conciencia de que, para algunos en el sur global que siempre supieron que Estados Unidos no era una presencia benigna, aún existía la creencia de que había algo dentro de sus propias fronteras que frenaba sus excesos.

Esto era en parte cierto, pero también un reflejo del poder cultural estadounidense. La búsqueda de la libertad y la búsqueda de la felicidad, “denme… sus masas apiñadas”, la iconografía de la esperanza de Obama; todas ellas piedras de toque resonantes y poderosas. Ahora han quedado reducidas a polvo. Una cosa es saber que Estados Unidos nunca fue la suma de estas partes, pero otra es aceptarlo.

De esas tendencias se quiere aprovechar Sánchez. Ha empezado su propio viaje “de liberación”. Se avecina dolor, pero también una especie de independencia, sugieren los entendidos en el socialismo realmente existente.

Sobre todo, podría finalmente reconocerse que la definición de paz y prosperidad de Estados Unidos siempre fue suya, impuesta por la pura fuerza del poder y la propaganda: la izquierda, y yo somos así, amigos.

 

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