El Partido Popular repite siempre como un mantra que la formación política más votada es la que debe gobernar, independientemente del número de votos que obtenga. La falsa alternativa —antidemocrática, se supone— es dar el poder a una «coalición de perdedores».
Hay una manera opuesta de razonar la cuestión: si el partido ganador sólo obtiene un 30% de votos, por ejemplo, significa que el 70% restante de ciudadanos se oponen a él.
A quienes les conviene electoralmente la primera interpretación, como es el caso del PP, la defienden encarnizadamente. Quienes, en cambio, se ven capaces de sumar voluntades contra el ganador minoritario, apuestan por la segunda.
Para dirimir el dilema, en algunos países, como Francia, existe el ballotage —una segunda vuelta entre los dos partidos más votados de la primera—, que decidirá el vencedor final. De no ser así, los ultras de Marine Le Pen serían hoy día quienes estarían controlando todo el país con solo un 30% de sufragios en las elecciones regionales.
Por si ese ejemplo no bastase, hay otro al que se apuntan con fervor todos los demócratas españoles —PP incluido—, que es el de Venezuela. Allí, los demócratas han obtenido 112 escaños parlamentarios, frente a los 55 del partido de Nicolás Maduro. Sin embargo, éste es el que ha conseguido más diputados, frente a los 33 de Henrique Capriles, los 26 de Acción Democrática, los 21 de Un Tiempo Nuevo o los 12 de Leopoldo López.
Lo que sucede, obviamente, es que a los 28 partidos de la oposición los une su antagonismo al régimen chavista, al margen de las profundas diferencias entre unos y otros.
Así, pues, ante el fragmentado panorama electoral que se nos avecina, no es tan importante quién quede primero en los comicios del 20-D, sino quiénes pueden sumar voluntades para conseguir una gobernación eficaz y estable. Todo lo demás, lamentablemente, no son más que brindis al sol con los que despistar al personal.