Los recientes disturbios en Hamburgo por la cumbre del G-20 no son más que un ejemplo del afán de destruir como método de acción política. No hago, al decir esto, un juicio moral sobre la idoneidad de dichas acciones. Cada uno reacciona a su manera ante las posibles injusticias de la sociedad: unos, investigándolas; otros, proponiendo alternativas; el resto, simplemente cabreándose.
Lo curioso del caso, es que algunos de los manifestantes de Hamburgo son los hijos de quienes protestaron ya en 1999, en Seattle, entonces contra la Organización Mundial del Comercio. En estos 18 años transcurridos de algaradas y disturbios contra las organizaciones internacionales, los alborotadores no han conseguido parar el comercio internacional, no han frenado las exportaciones de los países pobres, ni aumentado las subvenciones a las industrias obsoletas del mundo más desarrollado.
A pesar de ellos, y gracias a la libertad del comercio, siguen existiendo las empresas multinacionales, por supuesto, pero también ha crecido la clase media en los países emergentes, ha aumentado la renta mundial y existe cierto bienestar en países que antes sólo lo conocían gracias a las películas de Hollywood.
Continúa existiendo injusticia en el mundo, lamentablemente, pero quienes se dedican a los disturbios callejeros no han contribuido en nada a mejorar el bienestar general: ni han aumentado la productividad, ni conseguido un reparto más equitativo de sacrificios, ni impuesto la valoración del mérito y del esfuerzo frente al amiguismo y la ayuda inútil e inmerecida.
Es que resulta más fácil destruir que crear; es más placentero ir a la contra que imaginar opciones positivas y de mejora social.
En otro contexto, es lo que sucede cuando simplemente se hacen planteamientos en negativo, como ciertos partidos de oposición en España, cuyo único objetivo es quitar del Gobierno al PP para ponerse ellos. Por supuestísimo que la gestión del PP es mejorable, ¿pero en qué consiste su alternativa?, ¿qué proponen para que les votemos a ellos y no a otros?
Con todo, vaya por delante mi satisfacción con Pablo Iglesias y compañía. Lo que primero fue la Spanish Revolution y luego el 15-M, ha acabado por pasar de la calle a luchar dentro de las instituciones bajo el nombre de Podemos. Es, en sí mismo, un principio de acción positiva que puede llevar desde el dulce e inocuo placer de destruir hasta la más prosaica pero efectiva actitud de crear alternativas. Ojalá.