El apagón

El cronista, ante una tabernera con mucho miramiento, habrá de recordar siempre aquella mañana de abril en que las gloriosas infraestructuras le llevaron a conocer la oscuridad medieval. Escribiendo sobre cuaderno y con pluma, como antaño, observó cómo el gobierno, la conectividad y los “influencers” desaparecieron súbitamente, al tiempo que a los muchos portavoces gubernamentales: sin WhatsApp, email, fax ni motoristas no les llegaba la consigna.

Todo se apagó, el apagón fue también informativo. A la oscuridad, le siguió el estrés de la ausencia de información, apenas los que tenían una vieja radio a pilas pudieron saber que todo era un caos, así lograron saber que el Gobierno portugués daba cuenta de alguna circunstancia apenas hora y media después del desastre. El español solo tardó cinco horas más.

Ahora sabemos que no era broma, que volvemos a ser vulnerables, amenazados por la oscuridad, sin movilidad y, según quién, sin alimentos o con las despensas frías (congeladores) destrozando viandas. Se acabó, definitivamente, lo de vivir en un balneario.

Los de la radio a pilas en casa, los del dinero en el cajón de los calcetines, los de las latas para alimentarse, los de los pisos altos no subiréis, unos y otros tenían razón.

El problema, estimados y estimadas, es que no hay héroes para salvarnos. La historia ha caído sobre la ciudadanía inadvertida, aunque parece que la propia empresa lo había dicho. La conectividad y la globalización se han vengado de nuestros desmanes. Los de la tecnología invulnerable han sido derrotados. El miedo que otras generaciones del ser humano sufrieron son ahora nuestros miedos. Ríanse: es el diésel quién nos ha salvado.

Sabíamos aguantar a nuestros populismos, nuestras necesidades aparentemente geoestratégicas, las risas de los cibercriminales, la debilidad de nuestras infraestructuras estratégicas. Ahora nos viene una forma de terrorismo vital: la oscuridad en todos los sentidos. Ni luz, ni ciencia, ni pensamiento, ni gobierno. La incomunicación, la falta de contacto.

O los tenemos gestores inaceptables o hay quien no nos quiere. Es lo que hay.

En realidad, el apagón empezó hace años, con un capitalismo funeral que no producía bienes, sino experiencias. Siguió con una izquierda populista y con Trump tocando todas las teclas que nos hacen vulnerables. Una ristra de autocracias y autócratas nos acecha. Nuestro Gobierno no comparece casi nunca. A todo respondimos con resignación: así será la modernidad, nos decíamos.

Todo para acabar en modo siglo XVIII escribiendo sobre cuadernos, con tinta y con velas: vean al final de esta crónica, la foto del “makin off” sobre como concluyó este texto.

Empezó a escribirse con luz del sol, mientras escuchaba una radio a pilas que un sabio tabernero guardaba en su almacén, mientras la tabernera apuraba en mi copa su último vino blanco fresquito, que a poco sería caldo.

La gente habla de “ciberataques”, alguno de un “papa negro”. Hay un ingeniero, también, que trata de informarnos que puede ocurrir un fallo generalizado, oímos por primera vez el “caer a cero”. Pero no estamos para ciencias, especialmente cuando descubrimos que ninguno llevamos dinero. El tabernero nos mira sonriendo: no preocuparse, afirma, volvemos a fiar, como en los años cuarenta. Este hombre es un sabio.

Concluiré mi crónica a la tarde, bajo una vela, sin saber qué pasa, solo reflexionando sobre nuestra nueva debilidad e imaginando que, enseguida, saldrá un imbécil a decir que “de ésta saldremos más fuertes. Y haciéndome una pregunta, también estratégica: ¿si no podemos comer, por qué vaciar de papel higiénico los mercados?

Acabamos de tener una pelea por seis millones de euros en balas, hemos comprado la mayor compañía telefónica del país y todo para nada: nos quedamos sin luz, todos y todos a la vez. Fantástico.

Caos sanitario, de movilidad, aeroportuario, telefónico. Yo guardaba “Moleskines” y viejas plumas, bolis que no sé si tendrán recambio y tinta que no sé si podré reponer. Pero tengo una colección de 258 lapiceros de todas clases, les venderé la mitad, no por oro, sino por trueque, un lápiz por una lata de sardinas: las clases de escribir se las daré gratis.

Pensemos sobre el asunto. Pedro descubrió hace una semana lo que los demás ya conocíamos: “es el mundo el que ha cambiado”. Pero, Pedro, la luz en el país de las renovables, salvados por el diésel, ¿estamos a setas o a rolex, querido?

Ni seguridad en nuestros centros estratégicos: ni Indra, ni Telefónica, ni la madre que los parió. El mundo será esto: lo imprevisible, lo impredecible, la búsqueda de alguna institución medieval que se ocupe de nosotras y nosotros.

Llega la noche, mi señora afirma que no podrá jugar su juego favorito en el teléfono. Yo sonrío, guardo un secreto: leeré mi libro (Flor de avispa, Miguel de los Santos) a la luz de una vela roja (Miguel, a Hermógenes Pachula le gustaría la iluminación, tú me entiendes).

Salgo, si las puertas modernísimas se abren. Me voy a ver si en el chino queda alguna linterna o velas, quizás. Voy a pagar al tabernero que me fió y a comprar unas latas. He oído que, en Madrid, estamos en alerta y se ocupa el gobierno de las infraestructuras. Me temo cualquier cosa.

El apagón también llegó a La Moncloa: los cabezas de huevo no pudieron comunicarse, es lo único que nos permitió relajarnos. Tranquilos, ya sabemos que no necesitamos héroes, ayer no supimos nada de ellos.

PS: Tras la redacción de esta crónica, han ocurrido cosas. Pero no he querido cambiarla. Éstas son mis sensaciones del apagón. Es notable que Sánchez ha comparecido tres veces para no decir nada tres veces. Es notable que siendo Red Eléctrica, una empresa de la SEPI el origen del problema, o sea pública, empresa presidida por amiga de Zapatero, exministra de vivienda, a 546 mil al año, el presidente afirme que estudiará a los operadores privados. Pues eso.

 

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