Casi nadie se acuerda de que el hoy destrozado Partido Popular de la Comunidad Valenciana tenía mayoría absoluta hace menos de cinco años y doblaba en votos a un socialismo entonces claudicante. La oposición se limitaba a dar espectáculos en Las Corts, como Mónica Oltra con sus camisetas y sus desplantes, y poco más.
El hundimiento del PP se debe, pues, a sus propios deméritos y no a una brillante política de sus adversarios. Tal ha sido la autodestrucción del partido, que hoy se hallan detenidos, encausados o investigados hasta quienes fueron presidentes de las tres diputaciones provinciales —Carlos Fabra, Alfonso Rus y José Joaquín Ripoll—, así como un centenar más de políticos de primera fila.
Han sido, por consiguiente, la arrogancia, la prepotencia y el abuso, amén de la corrupción, los que han llevado al PP valenciano al borde de la extinción. Y este evidente camino lo ha recorrido tan ignorante de su destino que hace menos de cuatro años un recién exculpado y exultante Paco Camps decía a la revista Telva que jamás dejaría la política, que no se arrepentía de nada de lo hecho y que “estoy más preparado que nunca para ser presidente de la Generalitat o del Gobierno”.
¿Les suena semejante estúpida petulancia? Salvando el tiempo y la distancia, viene a ser lo mismo que dice un día sí y otro también Mariano Rajoy mientras los tribunales de justicia no dan abasto para procesar a tanto presunto delincuente como ha medrado a su alrededor.
Por contra, mientras el presidente en funciones se cree legitimado para gobernar con respaldo popular, cada día que pasa va perdiendo a chorros la confianza ciudadana y dando alas al envalentonamiento de Pablo Iglesias y de quienes lo jalean.
De no darse cuenta de lo que sucede, de obrar en consecuencia y de dejar paso a otras opciones que puedan remediar los destrozos causados por su política, no será solamente su partido lo que él haya contribuido a hundir en este país.