Elecciones USA: añorando la antigua política

La era digital ha potenciado el extremismo y la democracia analógica lucha por mantenerse al día. Ésa es la conclusión de las elecciones norteamericanas. En cualquier parte en la que reinara la política antigua, la negativa de Trump a admitir su derrota hace cuatro años, su complicidad en el ataque al Congreso, sus acusaciones y condenas penales le debieran haber inhabilitado para presentarse a estas elecciones. Su relato de intolerancia y rencor no debería haber trascendido más allá de los márgenes paranoicos de una minoría política.

Pero esto significa poco o nada en estos tiempos. Cosas que se supone que son claras en una democracia constitucional han dejado de ser evidentes para millones de estadounidenses y, por desgracia, para millones de europeos.

Trump es el resultado de una convergencia de la crisis de la vieja industria, de una crisis de precios, estadísticamente superada pero que no llega a las calles y a la gente, polarización, guerras culturales y una revolución tecnológica sin antecedentes. Los efectos de esa conjunción tan dramática son un nacionalismo agresivo, racismo, misoginia y no poco machismo arrogante.

Puede decirse que todo esto no es nuevo. Las actitudes sociales polarizadas o las guerras culturales se han librado de generación en generación. Aunque aquí ya se ha comentado que la “cultura woke”, el progresismo realmente existente que castigaba a muchos progresistas estaba dañando la credibilidad de la izquierda política.

Desde el borrado de las mujeres a la imposición de lo políticamente correcto a toda actividad creativa, desde el antisemitismo convertido en radicalismo israelita al desprecio a las viejas instituciones sociales, estaban agotando a los propios progresistas. Hasta los beneficiarios de tal discurso, representado por Kamala Harris, le han dado la espalda

Lo que es nuevo en este siglo no es la batalla cultural, es la separación e incomunicación de tribus políticas, cuyo “identitarismo” refuerza a los unos y los otros hasta volatilizar las reglas que gobernaban el debate político. En nombre de una mayoría progresista se construye la división social y ustedes tienen ejemplos cercanos.

Había hechos comúnmente aceptados que podían estar sujetos a interpretaciones opuestas, pero que aun así conectaban a los partidarios de opiniones opuestas con una realidad compartida, una búsqueda de consenso.

Esa forma de hacer política no ha caducado, pero tiene sus raíces en sistemas analógicos.

Hace días les dije aquí que la debilidad de la economía alemana es que era muy analógica. Eso le pasa a la política: se basa en interacciones de la vida real, instituciones antiguas y, a veces, torpes conversaciones divagantes, charlas intrascendentes. Es el tipo de gente que se mezcla en asambleas y ayuntamientos. Y que funciona como gasolina para alimentar una notable batalla generacional que a nadie parece preocuparle.

Es lo contrario a la política que se practica en el mundo digital, donde las plataformas de debate son motores de radicalización; donde las diferencias de opinión se aceleran hasta convertirse en conflictos insalvables.

No se trata de nostalgia de una época dorada de discurso público ilustrado anterior a Internet. Los prejuicios, la desinformación, la estupidez y el abuso de poder eran abundantes cuando los flujos de información estaban estrictamente controlados y la cantidad de información era minúscula en relación con la actual.

Sí, puede afirmarse que una cultura muy digital, caracterizada por la imprecisión, el narcisismo y el consumismo impaciente, cuando no la manifiesta falsedad, tiene más afinidad con la demagogia superficial que con la democracia representativa.

Votar por un candidato que no satisfaga lo que usted demanda, pero que podría tomar algunas decisiones medianamente decentes para el país, parece anticuado. Es ajeno al espíritu rápido de compra y recogida del comercio digital del capitalismo liberal contemporáneo.

Trump nunca ha interpretado el voto como una elección cívica. No hay lugar para la derrota en su relato. Es un modo de hacer campaña que es hostil a la premisa básica de una elección democrática: cualquiera de los dos lados puede ganar y el recuento de votos realmente cuenta. La alternancia es una antigualla y el poder legislativo una rémora. Seguro que el asunto les suena: los populismos se rozan.

También ha hecho nacer una forma de periodismo político norteamericano que sigue aplicando sus modelos de información convencionales que contienen el juicio implícito de que los dos candidatos tienen credenciales democráticas equivalentes. Eso es absurdo cuando uno de ellos desprecia de manera transparente la democracia.

Ésa es una de las razones de que no funcione la alarma ante el espectro del fascismo, abundantemente anunciado. Trump admira a los dictadores, anhela el poder absoluto, habla de los críticos políticos como enemigos y se jacta de su voluntad de aplastarlos con los órganos armados del Estado o de acabar con el Congreso.

Y, sin embargo, calificar a esa clase de política como fascista no provoca ningún escrúpulo entre sus partidarios. En parte, eso se debe a que la comparación con los dictadores del siglo XX ha perdido vigencia debido a su uso excesivo.

“Fascista” es una etiqueta que se ha aplicado con demasiada ligereza y demasiadas veces como un abuso irreflexivo, por lo que no se la puede rehabilitar como una herramienta con precisión moral e impacto retórico más de 100 años después de su acuñación. Eso lo hemos vivido en España sobradamente y se lo pueden preguntar a Pablo Iglesias en su derrota madrileña.

Es fácil encontrar paralelismos inquietantes y la conexión no puede ignorarse cuando los supremacistas blancos y los neonazis con carnet de identidad son un grupo activo en la nueva coalición de extrema derecha norteamericana, con gran capacidad de contagio en Europa, por cierto.

La verdad incómoda para quienes hoy defendemos la antigua política es que no ha experimentado una renovación evidente, desde su apogeo a finales del siglo pasado. Corremos el riesgo de ser como los nacionalistas, estamos presos de la nostalgia y deseamos que el futuro sea más parecido al pasado.

Redefinir el progresismo no es convertir la izquierda en populismo, eso sólo produce una polarización donde clases medias y sectores centristas abandonan el campo del centro izquierda. Harris es la parábola del centro izquierda europeo.

 

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