El norcoreano Kim Jong-un y el catalán Carles Puigdemont son mucho más parecidos de lo que podría creerse en un principio. El primero supone la mayor amenaza para la paz en el tenso continente asiático, y el segundo, de muy diferente manera, en la amodorrada Europa. Ninguno de los dos, además, ha sido elegido democráticamente. El primero fue designado como sucesor por su padre, Kim Jong-il, y el segundo fue impuesto en un golpe de mano por la CUP pasa sustituir a Artur Mas.
Ambos, además, parecen inspirados por el Juche, filosofía política derivada del leninismo y fundada por el creador de la dinastía comunista coreana, el dictador Kim Il-sung, abuelo del actual líder. En su caso, se dice que le fue revelada en el respetadísimo monte Paetku, aunque no consta que a Puigdemont le haya sucedido lo mismo en la Abadía de Montserrat, por ejemplo, donde se conserva, ya desde tiempos de Franco, la mejor biblioteca existente sobre la guerra Civil española.
El Juche se resume en la siguiente frase: “Los propietarios únicos de la revolución y la construcción posterior son las masas”, aunque su único intérprete, por supuesto, sea el líder carismático. Los cuatro puntos principales de esta filosofía que ha llevado a Corea del Norte a ser uno de los países más pobres del mundo son los siguientes:
1.- Independencia económica y política de países extranjeros (¿les suena el que hay que hacer una “República Catalana” porque “España nos roba?”).
2.- El aspecto militar es más importante que el político (Puigdemont acaba de reconocer que es imperativa la existencia de un ejército catalán).
3.- Voluntarismo frente a racionalismo (sin comentarios).
4.- Patriotismo popular (o sea, súbditos armados y encuadrados militarmente en vez de ciudadanos pacíficos y libres; construcción de armamento nuclear en vez de desarrollo económico de alimentos y otros bienes de consumo).
5.- Respeto y defensa de la cultura tradicional (es decir, autocracia en vez de democracia, sumisión frente a libertad, obediencia frente a pensamiento libre…).
Todo, pues, está inventado ya, y el mirar hacia atrás no es un acto progresista sino que supone una pérdida de protagonismo histórico, de derechos civiles y políticos alcanzados con anterioridad y de libertades que a estas alturas deberían ser inalienables.