Ni usted no yo conocemos ningún país con menos aprecio por los símbolos nacionales que el nuestro. Ver una bandera española en nuestras calles resulta improbable y, por no tener, hasta carecemos de texto en nuestro himno nacional.
En mi época de aficionado a la NBA, en cambio, tuve que levantarme obligadamente de mi asiento al comienzo de cada partido de baloncesto mientras la megafonía emitía el oficial The Star-Spangled Banner. Es más: en aquella época, un conocido me impuso un pin con las banderas de Estados Unidos y de España entrelazadas. Ningún norteamericano se escandalizó por ello; el único que me increpó por esa acción “fascista” fue precisamente un español.
Como dice la investigadora Carmen González-Enríquez, del Instituto Elcano, seguramente este tipo de actitudes se debe al uso abusivo de los símbolos nacionales durante el franquismo. Pero también, digámoslo ya, a un absurdo complejo de inferioridad de lo español frente a lo extranjero, por una parte, y ante el localismo excluyente, por otra.
Así se explicarían expresiones como “eso no sucedería en un país serio”, ante cualquier acontecimiento que nos desagrade, la asociación de los símbolos nacionales al extremismo de derechas, la creciente oposición a todo lo que suene a “español” (desde las corridas de toros al uso del castellano en los territorios bilingües) y, en general, a la creencia de que aquí hay menos libertades, menos conocimientos y menos capacidades técnicas que en países a los que damos sopas con honda en esos aspectos.
Se trata, sin duda, de un sentimiento colectivo muy arraigado del que, por fortuna para ellas, carecen otras naciones. Su origen habría que remontarlo a la Reforma del Siglo XVI, como recoge la historiadora María Emilia Roca Barea, en su Imperofobia y Leyenda Negra, y concluye con la afirmación de que en América Latina hubo un genocidio cuando, en realidad, hoy en día hay allí más indígenas que cuando el Descubrimiento.
La única ventaja de este debilísimo sentimiento nacional radica, según, González-Enríquez, en que así no existe caldo de cultivo para el populismo derechista, como ocurre en Francia, Alemania y tantos otros países.
El que no se consuela, pues, es porque no quiere.