Felipe González, en un alarde de ingenuidad o de sarcasmo, afirma que Pedro Sánchez le ha engañado: “Me dijo que pasaría a la oposición y que no volvería a intentar la investidura”. En cambio, uno de los escasos conocedores de la compleja —y retorcida— mentalidad del todavía secretario general del PSOE cree todo lo contrario: “Si no pretendiese la presidencia de España a cualquier precio, ya habría dimitido cuando su estrepitosa derrota de junio, sin esperar a las aún mayores derrotas posteriores”.
Y es que Sánchez sabe que, si no logra ser jefe de Gobierno, con su currículum electoral está destinado al ostracismo político, al paro y a la marginación. Por eso, su alternativa es simple: o presidente o nada; o conseguir el cargo aun a costa de destruir su partido y hasta de llevarse por delante al país o quedarse para vestir santos.
Todo eso está reflexionado, que conste. Su cálculo es bien sencillo: “Hay 180 diputados que no votaron la investidura de Rajoy y que están dispuestos a cualquier cosa para que no vuelva a ser Presidente, así que, si me presento ahora, al menos 171 de ellos me votarán y ganaré a los 170 noes de la derecha”. Verde y con asas.
No es una hipótesis tan descabellada. Es verdad que Sánchez representa para Podemos y sus acólitos, y para los independentistas de todo pelaje, una ocasión única para desbancar al PP. Pero luego, una vez investido, todo ellos tratarían de dejarle débil e hipotecado por sus solo 85 diputados.
¿Qué mejor oportunidad para Podemos de dominar, manipular y superar de una vez al PSOE? ¿Y qué mejor ocasión para los separatistas de Esquerra, Bildu y el partido de Puigdemont de romper España ante la debilidad del Gobierno de la nación?
O sea, que Sánchez va a por todas. Y los enemigos internos de nuestro país tal como hoy está concebido, probablemente también. O sea, que estamos ante un auténtico órdago. Real, sí, y dramático, también.