No es que el Partido Popular tenga difícil formar Gobierno, sino que tiene difícil hasta sobrevivir como partido político.
Las últimas detenciones masivas de dirigentes valencianos son la gota que colma el vaso de una opinión pública escandalizada respecto a las prácticas corruptas y delictivas de políticos del PP. Hasta 57 casos que afectan al partido han sido descubiertos en los últimos años; algunos, con la sonoridad y la magnitud de Palma Arenas, Luis Bárcenas, Gürtel, Nóos, tarjetas black, Carlos Fabra, Brugal, Imelsa…
Con algunos centenares de cargos públicos imputados y varias docenas de ellos ya en prisión, no hay partido político ni institución pública que resista la evidencia de una podredumbre generalizada y una explotación masiva y aprovechada del dinero público en su propio beneficio.
Por mucho menos que eso han desaparecido partidos tan poderosos como la otrora omnipotente Democracia Cristiana italiana, a quien la corrupción de la tangentópolis hizo que los ciudadanos le diesen la espalda. Ante la corrupción generalizada en España durante la última época, ahora hace justo un año escribí que «de aquel PP que presumió de ser el regenerador de la vida política española no queda nada de nada» y que, en consecuencia, «los días del PP tal como le conocemos están contados».
Lo peor del Partido Popular no han sido, pues, los recortes sociales, el incumplimiento de sus promesas electorales, las medidas económicas que han castigado a la sufrida clase media o su inacción ante el reto separatista de Cataluña, sino su inmersión en la putrefacción política.
Es verdad, no obstante, que no desaparecerá del mapa la ideología conservadora, pero adquirirá nuevas formas electorales y le costará algún tiempo conseguirlo y con nuevos líderes al frente. De momento, pensar que, en plena disolución del partido, Mariano Rajoy o uno de los suyos pueda encabezar un Gobierno de España resulta sinceramente imposible.