Se ha criticado a la marcha del 8 de octubre en Barcelona que haya convocado menos participantes que la gran convocatoria contra el 21-O de hace seis años, como si las razones se argumentasen en favor del número y no de la justicia de la causa. Además es lógico que la sociedad catalana, constitucionalista o no, está cansada de convocatorias que no resuelven sus problemas.
Bastaría con que hubiese un solo manifestante contra la amnistía, o ninguno, para dotar al acto del domingo de valor cívico y democrático por la razón de su causa. El problema de fondo subsiste y no es otro que la amnistía va contra la igualdad de los ciudadanos ante la ley y prima y premia precisamente a los que la conculcan, con ánimo de repetir su delito, además.
Los números son, pues, traicioneros y no olvidemos que hasta el régimen nazi llegó al poder por medio de las urnas y acabó como acabó, aboliendo todos los derechos humanos y las libertades.
Por eso, la manifestación de Barcelona no era para mostrar músculo, sino para exhibir razones. La primera de todas que no se puede delinquir con impunidad, sobre todo haciendo que el delito no haya existido, cuando aún estamos viendo las secuelas de la asonada del 21-O. La principal, la existencia de ciudadanos de primera, los que se someten de grado o por coacción a la situación de discriminación existente, y de segunda, los que pretenden preservar su derecho a opinar y a expresarse como quieran, y además hacerlo en la lengua en que les venga en gana.
No es, pues, una cuestión menor la que se debate en Barcelona, más allá de las cifras, porque afecta a la esencia misma de la democracia y, como decía, basta que afecte a un solo ciudadano para tomar partido por el discriminado, porque la libertad no puede fragmentarse y mucho menos dejarla en manos de quienes no creen en ella aunque llegasen a ser mayoritarios.