Han llegado lo días, lo diga o no la Aemet, del tiempo nuevo, los colegios cerrarán, las calles se llenarán de griterío y pelotas, hará calor y, sobre todo, llegarán los turistas. Capturen a los niños, quemen las pelotas, hagan sacrificios en todos los altares de todos los dioses, compren ventiladores, manifiéstense contra el Gobierno, insulten a la oposición, hagan cualquier cosa de estas o peor, pero no toquen a los turistas.
Es, pues, el momento anual en que todo hombre o mujer debe tener su conversación anual con el tabernero: el cronista ya no podrá seguir escribiendo su crónica a la sombra del alamillo, el tabernero sugiere, como cada año, que tasará el tiempo a quienes usamos la mesa frente al aire acondicionado del interior.
Siempre logramos entendernos. Yo le amenazo con invitar a unos rusos armados a planificar asesinatos en su taberna y él, con mirada de “yo siempre he sido camarero”, me dejará con la misma cara que a Henry Fonda le deja su tabernero en “Pasión de los fuertes”. Traducción: me subirá el vino cuarenta céntimos, hasta que llegue el otoño. Usted y yo lo sabemos, son las reglas anuales.
Hay quien desea romper estas reglas sagradas. El mes pasado, manifestantes en Barcelona usaron pistolas de agua para apuntar a los turistas que visitaban la Sagrada Familia. Las asociaciones de vecinos de Mallorca publicaron una carta abierta instando a los turistas a mantenerse alejados de la isla. Se esperan más acciones similares en las Islas Canarias, Málaga y otros lugares.
Los británicos y norteamericanos son los primeros afectados, para satisfacción de sus operadores turísticos cuyos márgenes se están reduciendo o para que Trump continúe su ofensiva antieuropea. Aprovechamos para añadir dosis de madrileñofobia que, también, cotiza al alza en el mercado antiturístico.
Airbnb es el nuevo enemigo. Bajaremos los alquileres si lo expulsamos. Nueva York lo hizo, bravo. Suprimió de golpe todas las licencias de Airbnb. Resultado obtenido: la vivienda ha subido un 5% desde entonces.
También vamos a subir impuestos a quien ose alquilar su piso a un turista, mira que pagar un piso y luego hacer lo que quiera con su propiedad. Inaceptable. La crisis de vivienda no se resuelve con políticas fiscales (los impuestos los incorpora el propietario al precio, como todo el mundo sabe, si ha pasado dos tardes con Jordi Sevilla, maestro de Zapatero, en una facultad de economía). La crisis de vivienda se resuelve construyendo vivienda. Los hoteles están encantados, multiplicarán el precio aún más.
Lo que no queremos es turistas extranjeros y, al parecer, tampoco madrileños.
Ahí, en el turismo, están los empleos y el dinero: el 12% del PIB de España proviene del turismo, decenas de miles de empleos. La respuesta instintiva a cualquiera que se queje de sentirse abrumado por el turismo de masas es: bien, entonces, quieren dejar a miles de personas sin trabajo ¿no?
El turismo produce trabajadores pobres ¿están seguros de que eso es lo que pasa? No; no está probado, pero si lo dicen los antituristas tendrán razón, es uno de los mantras que ahora se llevan: que no se haya construido vivienda es culpa de los turistas, al parecer.
El turismo de masas se percibe cada vez más extractivo, hasta el punto de convertirse en una forma de colonialismo corporativo. Son días en que todos debemos volver a la aldea, rechazar al extranjero, volver a los recelos del pasado. Matemos a la gallina de los huevos de oro, porque no sabemos imponer calidad y sostenibilidad ni gestionar los flujos de viajeros.
Así como nos sentimos colonizados ¿no se ven también perjudicados los turistas por la avaricia corporativa? ¿Qué nueva experiencia cultural se obtiene al viajar a Barcelona para hacer cola para unos huevos Benedict en un sitio llamado Brunch & Cake? ¿Para qué viajar a Sevilla, Málaga para comprar en Zara o Emporio Armani o comer en un Taco Bell en las islas cuando, probablemente, puedas hacerlo más cerca de casa?
No convendría ponerse fundamentalista. No hay compradores sin vendedores y una combinación de hoteleros, caseros y una autoridad local y nacional, empeñada en generar turismo obediente, aunque no de calidad, lleva décadas vendiendo alegremente las ciudades. Como dice mi tabernero, mientras me sube el precio del vinito de los viernes: “Hemos perdido el barrio, pero fuimos nosotros, quienes lo vendimos”.
Todo tiene una masa crítica y en lugares como Sevilla, Málaga y las Islas Baleares o Canarias, además de los centros de Barcelona o Madrid, se tiene la sensación de que la hemos alcanzado. De ahí el creciente número de protestas, la mayoría centradas en cómo el turismo ha vuelto estos lugares inasequibles para sus residentes.
La cuestión es que, probablemente, casi seguro, el cambio es ya, en los grandes centros turísticos, irreversible: no volverán los viejos vecinos a configurar el paisaje social del barrio.
Sea cual sea la solución, atacar a personas con pistolas de agua es inútil e injusto. El turismo convirtió el viaje en algo democrático, propio de la globalización y que ya no solo pertenecía a ingleses adinerados que escribían poemas, mientras esquilmaban las riquezas griegas o venecianas, por un poner.
Viajar nos hace recordar que no vivimos en una aldea. Sin embargo, lo moderno no es buscar una solución equilibrada. Ya lo dice mi tabernero, mientras yo tecleo enigmáticos contactos rusos en mi móvil: hay que estar preparado: el mercado de verano es un mercado salvaje.