El minuto basura, en deporte, es ese momento en que ya da igual lo que hagas: todo está resuelto. Eso sí, el minuto basura puede hacerse eterno, la rabia del que ya no sabe qué hacer se traduce en faltas, interrupciones, ruidos, protestas, etcétera. La política española huele a final de ciclo y minuto basura. No hay posibilidad alguna de que la legislatura concluya de forma limpia y aseada.
Desde el hermano al follón judicial, desde Ella, la amada imputada, a Miss Asturias. Desde el apagón a las estaciones de Renfe. Desde aumentos imposibles de gasto militar a impuestos para sostenerlo. Desde aliados que no comparten políticas hasta oposiciones que no están para otra cosa que no sea oponerse.
Un profundo debilitamiento de la democracia (que debiera ser un conflicto en busca de consenso, en realidad) se enseñorea de los distintos poderes de nuestro estado. La justicia se enfada, los legisladores se gritan, el ejecutivo se paraliza. El PIB crece, gracias a los turistas a los que vamos a perseguir, que se sepa, pero la “renta per cápita” no crece, la gente no nota la mejora de vida que correspondería al crecimiento del PIB. No hay vivienda. Ni la habrá.
Cuando no es un presidente de parlamento es una fiscal la que coquetea con el narco. Cuando no son los almacenes de porquería de Koldo son las señoras de Ábalos. Cuando un líder regional no corre a aforarse, el Constitucional se emperra en ignorar a los tribunales europeos.
La Unión Europea estudia nuestra justicia, nuestros fondos, la situación de los guardias en Barbate, la inmigración en Canarias o la insumisión del Gobierno a cambios en la ley electoral de las europeas (directiva). No sabemos nada de la energía, de la movilidad en ferrocarril ni de la concentración bancaria o telefónica. Un director general del Banco de España dimite por no plegarse al Gobierno.
Ruido, mucho, mucho ruido. Así que da igual si hay o no legislatura: todo es irrespirable e inexplicable, en la mayor parte de las ocasiones.
Y en esas estábamos, cuando llegó Esperanza “y mando a parar”. Me refiero a Aguirre que, presentando su último libro, dijo lo mismo que en el primero, cuando coincidimos en una radio, y en los dos desayunos informativos que he compartido con ella: convocó a los suyos a dar y ganar “batallas culturales”.
En sí mismo nada que objetar. Si es cultural –que a veces escuchándola le entran a uno dudas- mejor que de otro tipo. Las “peleas de gallos” son muy modernas y están bien, aunque como no vocalizan mucho quienes las dan, a ratos cuesta. Hay que reconocer que la señora es lista, está lúcida y se le entiende perfectamente.
Diré, también, que hay algo de poético y de conmovedor en que los conservadores liberales del siglo pasado, que perdieron todas las batallas culturales que dieron, animen a sus vástagos a dar batallas, ahora que parecen que están ganando unas pocas (que conste que yo también soy del siglo pasado, por si alguien cree que recurro al edadismo, ya quisieran muchos estar como la señora Esperanza y yo mismo, aunque no juego al golf, lo que me pone en peor circunstancia).
Perdieron la revolución hippie y los cambios socioculturales del 68, muchos y abundantes. El feminismo y el antibelicismo, la economía de la igualdad, las expresiones musicales, artísticas, literarias y culturales de todo tipo. Perdieron la moda y la minifalda, la superioridad racial y la hegemonía cristiana, el anticolonialismo se adueñó del mundo y así sucesivamente. Puestos a perder, son muchas batallas perdidas, estimada señora.
Primero, dudo que la muchachada liberal conservadora quiera rectificar algo de esa agenda. Pero, en segundo lugar, hasta 1989, todas las batallas citadas fueron victorias democráticas de una mayoría social. Se siente.
Los actuales liberales han dado batallas y van ganando, probablemente, tal y como dicen los resultados electorales europeos, más batallas incluso de las necesarias.
Las formaciones de izquierda tradicional se desvanecen, aspectos sustanciales de la cultura “woke” (sustitución de los movimientos sociales tradicionales, cancelaciones, relativismo histórico, etcétera). Se retrasan las agendas verdes, se aplaza el antibelicismo y el cambio energético.
Hasta los de la “política de la cancelación” están pensando en pedir paz, antes de que Trump arrase con todos. La única batalla cultural que Trump está dando, en realidad, es investigar fiscalmente a quienes apoyaron a Kamala Harris (Bruce Springsteen, por ejemplo), mientras se inventa un genocidio negro y hace negocios con las teocracias árabes que le regalan avioncitos monos de los que tanto le gustan.
Dice Aguirre que hay que dar la batalla cultural que da Ayuso. En realidad no es un ejemplo sino una rectificación a la afirmación anterior. La presidenta madrileña no da batalla cultural alguna; simplemente, al deteriorar a la izquierda, hace innecesario a VOX, pero no hay ninguna concepción del mundo (esto es la batalla cultural) que predique la cheli presidenta madrileña.
Éste es el problema de la señora Aguirre: igual que la extrema derecha se ha apropiado de los discursos de los antaño malvados antiglobalistas, lo de la batalla cultural y la concepción del mundo es mucho de Marx y Hegel, yo solo lo digo por avisar.
Hay una brecha generacional que ni izquierda ni derecha saben combatir, pero me temo que lo que están mostrando los datos –de Portugal a Rumanía, de Polonia a Alemania, etc.- es que la batalla de la gente es vivir mejor. O sea, lo que importa es la formación, la salud y la renta: es lo que está votando el personal. La política de siempre, vamos, sin batallitas.