Torre de Babel en la Unión Europea

Como era de esperar, los países europeos no han querido pronunciarse sobre la incorporación del catalán, del gallego y el euskera como lenguas oficiales de la UE. El embolado era notable, no sólo por el aumento de idiomas, sino de intérpretes y de multiplicación de la traducción a las otras 24 lenguas con estatus de oficialidad. De seguir así la tendencia, la institución europea acabaría teniendo más auxiliares de la interpretación que diputados propiamente dichos.

No se trata de una exageración, porque en el ámbito europeo se hablan más de una decena larga de dialectos que podrían acabar de incorporarse a la Unión con el guirigay que eso supondría.

En el fondo estamos hablando de un problema interno del Gobierno español y del compromiso contraído con sus socios de legislatura de llevar bajo palio al catalán a las instituciones de Bruselas. Parece que, de momento, los países miembros no están dispuestos a solucionar sus problemas a Pedro Sánchez incorporándolos a la vida comunitaria. Si se tratase de un asunto de menor calado seguro que lo harían, pero se trata de un lío de hondas repercusiones, incluidas las económicas —aunque de ellas ya ha dicho que se haría cargo el Estado español— y que con el efecto imitación ya citado podría poner en un aprieto a varios países europeos que no están por la labor.

Así, pues, queda pospuesto el tema, que es una manera de no entrar en el meollo del asunto y salvar la cara a Sánchez, que ha hecho lo indecible por solucionar la promesa a sus socios de investidura en España.

El tema está planteado al revés de la lógica y del sentido común, pues lo normal es que hubiera el menor número de lenguas posibles para no restar fluidez a las comunicaciones dentro de la UE. De hecho es lo que sucede en la práctica, donde en los diálogos de pasillos, que es donde se corta el bacalao, y en las ruedas de prensa, se vienen a usar tres únicos idiomas: el inglés, el francés y el alemán, sin los cuales no tiene recorrido propuesta alguna.

Como se ve, hemos estado, y aún estamos, en un tris de convertir lo que debía ser un nexo de unión entre los europeos en una Torre de Babel en la que no consigamos entendernos unos con otros.

 

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