Ya no se puede decir lo que se piensa, sino lo que algunos deciden que se puede pensar. Eso, en tempos no tan remotos se llamaba censura a la libertad de expresión y va desde el control de las redes sociales hasta la libertad de cátedra, donde quienes se alejan del pensamiento políticamente correcto lo tienen muy difícil para expresar su opinión.
Ha habido una inversión de valores donde prima la intolerancia. Ya no es posible la frase aquella atribuida a Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que dices pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo” que resume mejor que ninguna otra la simple libertad de opinión.
Ahora, en cambio, si puedo, te reduzco al ostracismo si no es que tomo represalias mayores. Ese derecho a decidir sobre lo bueno y lo malo, lo opinable o lo rechazable se lo han arrogado gentes si legitimidad alguna, desde anónimas redes sociales como Twitter, Facebook y compañía, que son capaces de cerrar cuentas de Jefes de Estado, hasta esa proliferación de organismos “buscadores” o “verificadores” de la verdad cibernética, cuyos criterios oficiales u oficiosos de censura escapan al común de los mortales.
Estamos, pues, encerrados en “verdades” incuestionables que dictaminan que salirse de ellas puede constituir hasta delito de odio, con las consiguientes represalias penales.
Paradójicamente, dentro de lo políticamente correcto cabe todo, incluido el insulto y el vituperio. Se trata de una inversión de los valores de antaño, ejemplificada en los letreros de algunas tabernas, que prohibían “la blasfemia y la palabra soez”. Hoy, por el contrario, los textos de periódicos digitales y tradicionales han asumido como propio el peor lenguaje tabernario de entonces a la hora de descalificar a quien se salga del carril de lo permitido.
Y es que está visto que hay cosas que se pueden decir y otras que no. Equivocarse en ello o, simplemente, ejercer el derecho a elegir puede conllevar las más funestas consecuencias.