Así, con sus puñetas y su toga puestas no hay quien les tosa. Solemnidad ceremonial y autoridad para aburrir. Cuando se muestran en público parecen revestidos de todos los conocimientos imaginables y no imaginables sobre la Ley y el Derecho. Pero también la pifian. La lana, muselina o la franela del sobretodo o el ganchillo de las bocamangas no confieren a los jueces, por lo menos hasta ahora, la infalibilidad papal.
Al magistrado Pablo Llarena, nuestro brazo judicial contra los insurrectos, le han dado ya varios varapalos sus colegas alemanes y belgas a cuenta de la euroorden, el euroinvento que iba a acabar con Puigdemont y sus rebeldes acólitos en prisión. Nos podemos volver locos leyendo una y otra vez los considerandos de la resolución de los jueces de Schleswig-Holstein o el alegato del fiscal belga para no entender nada. Un lego en tan tortuoso asunto procesal mal puede determinar si los juristas de los dos países aliados son incapaces de entender bien los supuestamente sesudos y equilibrados razonamientos del Supremo español, en su reclamación de los fugados o, por el contrario, lamentar que nuestro ilustre magistrado haya metido la pata hasta los vuelillos por no ajustar sus requerimientos al derecho europeo, alemán o belga que, vistas las consecuencias, igual da.
Especialmente lacerante es el zasca de la justicia belga, cuando el propio fiscal, que es a quien de oficio corresponde solicitar en los tribunales la aplicación de la extradición, la rechaza asegurando que la petición está mal hecha. En jerga judicial se habla de “defectos de forma”. Algo así como que te falten una pólizas de las de antes, el certificado de buena conducta o el libro de familia cuando, ¡pobre de ti!, estás tramitando algo en cualquier administración. Parecía que tan imperdonable error, más propio de ciudadano de a pie o de gestoría de todo a cien, no cabe entre los doctos habitantes de las Salesas.
Se afanan de nuevo los fiscales y los jueces del Alto Tribunal español por enmendar lo enmendable enviando cartas y documentos aclaratorios, rehaciendo procesamientos y donde dice reo de rebelión en el expediente Puigdemont se admite también cabecilla de sedición. Es como un nuevo encaje de ganchillo con el que liar a los colegas europeos para ver si entran en razón. O que el auto de procesamiento vale de orden de detención en territorio español o viceversa.
Pero la huida del expresident de la Generalitat supera ya los cinco meses y medio y se extiende la sensación de que a la justicia española se la considera tercermundista a nivel europeo. Y de que el desprestigio tiende a empeorar a la vista de los últimos desvaríos. Quizás algo de culpa tienen también el Gobierno y la clase política se han dejado comer el terreno a nivel internacional por los independentistas, incapaces de lograr que en todas partes entiendan lo que aquí nos resulta obvio a todos salvo a dos millones de personas: no hay exilio sino huida de unos delincuentes que, además de no dar la cara ante el Estado de Derecho, intentan hacer proselitismo de un golpe de Estado en sus santuarios alemán y belga.
Causa sonrojo y rabia observar lo sobrado que va Puigdemont por Berlín, rodeado de alcachofas de todas las teles y radios, y acompañado por su intermitente e itinerante corte republicana. Disfruta de su capricho de teledirigir Cataluña con el sueño de que la presión internacional y la incapacidad judicial hagan recapacitar al Gobierno español y se le permita volver en plan Tarradellas después de una negociación que se torna imposible: él y el Estado español cara a cara con la Unión Europea de mediadora. De momento va ganando la batalla.
Sus obedientes diputados de Junts per Catalunya le contemplan y escuchan arrobados en las pantallas de plasma de las reuniones del grupo parlamentario como si fuera el gran hermano orweliano del siglo XXI. Y el xenófobo President, Quim Torra, cumple a las mil maravillas su papel de solícito chico de los recados y aplicado correveidile: hoy me marcho a Berlín, mañana visito las cárceles, al otro trabajo en un pasillo del Palau de la Generalitat – “el despacho ni me lo toques”- cualquier día en Bruselas… Y no falta tampoco cabreo ante la exultante gestualidad de niño cuco y travieso que ofrece Toni Comín cuando se jacta desde Bruselas de los errores judiciales que les mantienen a él y a sus dos compañeros de fuga libres y joviales en su denominado espacio libre europeo. El grupo acaba de ser recompensado por sus sufrimientos por la causa: dos de tres, Comín y Puig, han entrado en la lista del nuevo Govern.
Son los resultados de la creatividad de los insurrectos para eludir la justicia y llevar la política catalana a los escenarios más surrealistas. También de las incapacidades de los grupos no independentistas, con el Gobierno español a la cabeza, que no diseñan escenarios alternativos y hojas de ruta para tratar de integrar en la convivencia a dos millones de catalanes que se sienten fuera de España. Y lo que es peor: nadie parece impedir que siga creciendo su número de adeptos.
Pero lo que parece incomprensible a los ojos de cualquier ciudadano es que todo un Tribunal Supremo no consiga que los colegas europeos comprendan lo que está en los periódicos de todo el mundo: que Puigdemont y sus consejeros convocaron un referéndum de autodeterminación que no existe en el derecho para las democracias europeas; que en contra de la Constitución española y el Estatuto de Autonomía de Cataluña proclamaron una república catalana y promovieron e hicieron aprobar unas llamadas leyes de desconexión con la democracia española de forma unilateral. Parece sobrar demasiada delicatessen en la discusión sobre los tipos delictivos y excesiva incompetencia para lograr lo elemental: que quienes se fugan para eludir la reclamación de los tribunales por saltarse las leyes a la torera acaben cuanto antes en los calabozos.
Menos puñetas, más prestigio y muchísima más eficacia.