Para algunos, los culpables no fueron quienes en Alsasua intentaron linchar a dos guardias civiles y a sus parejas, sino estos últimos, por ir de bares y no renegar de su condición de tales. En las redes sociales, ciertos abertzales los tachan de “provocadores”. Dudo que hagan lo mismo con las mujeres violadas, acusándolas de ir pidiendo guerra a pobres machos que no tienen más remedio que agredirlas.
La misma perversión del lenguaje y de las ideas se ha aplicado al escrache violento que ha impedido la conferencia de Felipe González en la Universidad Autónoma de Madrid. Hasta el separatista catalán Francesc Homs dice que “Felipe González es la provocación con patas”, para justificar así la violencia de que ha sido objeto por radicales encapuchados.
O sea, que, según cierta escala de valores vigentes, la culpa no es de los agresores, sino de los agredidos, por tener, y manifestar, unas ideas contrarias a las de los violentos. Dicho de otra manera, la libertad de expresión existe para quienes pueden expresarla a gritos y hasta a garrotazos y no, en cambio, para quienes la sostienen solo a base de argumentos pacíficos y hasta del silencio.
Otra capciosa tergiversación ideológica es la que impide a las minorías manifestarse por el mero hecho de serlo. ¿A quién se le ocurre -dicen, por ejemplo- portar una bandera española en un ambiente en que solo están bien vistas las esteladas o las ikurriñas?
Quien tal haga, según esta argumentación, tiene bien merecido lo que le pase, ya sea la simple quema de su bandera o la más completa y persuasiva paliza que dé con él en el hospital. Es lo que le pasó a un amigo mío que portaba una modestísima e imperceptible muñequera con la enseña nacional, pero que bastó para señalarle como un provocador.
Claro que esa contraposición de mayorías y minorías que usan en su beneficio los extremistas no la aplican cuando son ellos los minoritarios. Por ejemplo: bastaría una única y tangencial vejación a sus símbolos identitarios para que armasen la marimorena.
Nos hallamos, pues, ante dos diferentes raseros de medir, con los que los radicales no sólo gozan impunemente de la violencia para imponer sus tesis, sino que enciman culpan de ella a los pacíficos.