Campoamor: julio de 1936, cese de Alcalá-Zamora y la violencia previa a la guerra civil (2)

Entre el 11 de diciembre de 1931 y el 7 de abril de 1936 el presidente de la Segunda República Española fue Niceto Alcalá-Zamora, pero tras las elecciones de febrero de 1936 le sucedió interinamente Diego Martínez Barrio hasta que las cortes nombraron a Manuel Azaña Díaz, que ejerció el poder desde el 11 de mayo de 1936 al 3 de marzo de 1939.

Clara Campoamor fue testigo excepcional de estos primeros pasos de la Presidencia de Azaña, que narra de forma muy crítica en su libro La revolución española vista por una republicana, publicado en París en 1937, pero reeditado contemporáneamente por Luis Español Bouché . Campoamor se centra especialmente en la violencia republicana, porque fue testigo ocular de la misma en el ‘Madrid milicianado’. Al final de su obra, Campoamor reconoce que en puridad no podía escribir sobre la violencia fascista, desatada sin control en la zona franquista, porque no fue testigo de la misma.

Lo que sigue a continuación son extractos de su libro, en el que se analiza muy críticamente la radicalización de socialistas, comunistas y anarquistas durante los meses previos a la guerra civil, y más aún en los posteriores.

El horizonte en julio de 1936

“Al haberse impuesto definitivamente los métodos anarquistas, desde la mitad de mayo [de 1936] hasta el inicio de la guerra civil, Madrid vivió una situación caótica: los obreros comían en los hoteles, restaurantes y cafés, negándose a pagar la cuenta y amenazando a los dueños cuando aquellos manifestaban su intención de reclamar la ayuda de la policía. Las mujeres de los trabajadores hacían sus compras en los ultramarinos sin pagarlas, por la buena razón de que las acompañaba un tiarrón que exhibía un elocuente revolver. Además, incluso en pleno día y hasta en el centro de la ciudad, los pequeños comercios eran saqueados y se llevaban el género amenazando con revólver a los comerciantes que protestaban” (pág. 29).

“¡La guinda de ese encantador caos la constituían cinco o seis bombas de dinamita que cada día los huelguistas colocaban en edificios en construcción para hacerlos saltar por los aires!” (pág. 29).

“Los partidos republicanos que llegaron al poder tras el triunfo electoral, aunque fueran minoritarios en la alianza de la izquierda agotaron sus fuerzas y su crédito moral en dos ingratas tareas: la primera consistió en hacer concesiones a los extremistas que, desde el 16 de febrero, celebraban su triunfo mediante incendios, huelgas y actos ilegales, como si estuviesen luchando contra un gobierno enemigo. El otro objetivo de los vencedores consistió en adueñarse a toda prisa de los puestos superiores del Estado, saltándose todas las reglas establecidas y derribando sin el menor escrúpulo de honestidad política los principios de continuidad que un régimen naciente debe conservar si aspira a durar (pág. 30).

Cese de Niceto Alcalá-Zamora

Campoamor escribe que “los partidos republicanos de la izquierda, con el fuerte apoyo de socialistas y comunistas, y siguiendo en esto los consejos de ese espíritu letal para la República, que ha sido don Indalecio Prieto, perdieron su crédito moral derribando al primer presidente de la República, el Sr. Alcalá-Zamora, sin preocuparse por la falta de base legal de tan osada maniobra” (pág. 30).

En su análisis de la situación del momento asegura que “para apartar al primer magistrado de la República al que los Sres. Prieto —socialista que tuvo que huir por haber participado en la revolución de octubre de 1934— y Azaña —encarcelado durante varios meses bajo la misma inculpación— consideraban como su enemigo personal y al que acusaban de fomentar una sublevación militar, se violó la Constitución republicana y, durante una sesión relámpago, la mayoría parlamentaria hizo desaparecer las últimas huellas de respeto y consideración que la opinión pública había mantenido hacia la ley y las instituciones republicanas”.

“Esa mayoría de izquierda, nacida de elecciones que siguieron a la disolución de un parlamento de derechas, llevada a cabo por el Presidente, votó sin ningún escrúpulo la propuesta del Sr. Prieto quien declaró «¡que el Parlamento anterior había sido mal disuelto y que el Presidente de la República había en consecuencia incurrido en la sanción de cese prevista para ese caso en la Constitución!».

“En el lapso de una hora la propuesta era discutida y aprobada. Fue inmediatamente notificada al Presidente y seis minutos más tarde, tras la comunicación, era depuesto de sus altas funciones” (pág. 31).

Está claro que Campoamor, en ese momento una excelente observadora política, pensaba que “las consecuencias de ese error político fueron considerables. El Sr. Azaña que todavía no había perdido su prestigio mucho más imaginario que real de hombre de Estado, abandonó la cabeza del gobierno así como la de su partido —que constituía el partido republicano más fuerte, a pesar de haberse formado penosamente— y pasó a presidir la República. Conservaba sin embargo el poder de hecho, a través de débiles testaferros que no contaban con el apoyo de la opinión pública” (pág. 31).

“Sin embargo el Sr. Prieto no consiguió el cargo tan ambicionado de presidente del Gobierno. El ala izquierda del socialismo se le opuso, alegando el peligro de una escisión del partido, escisión que ya existía de forma latente y que amenazaba con estallar abiertamente. Esa oposición dejó tocado al secreto instigador de toda aquella maniobra” (pág. 31).

En definitiva, Clara Campoamor vio claro que “el fantasma de un pronunciamiento militar, tan temido bajo la presidencia del Sr. Alcalá-Zamora y que no tomó cuerpo durante los cuarenta y siete meses de su mandato, estalló cuatro meses después de acceder el Sr. Azaña a la presidencia de la República” (pág. 32).

Masacres antes de julio de 1936

Clara Campoamor fue testigo privilegiado de la grave situación creada en Madrid por las huelgas, así como que el gobierno, extremadamente débil, se mostraba cada día menos capaz de mantener el orden público. Incluso relató cómo en el campo se multiplicaron los ataques de elementos revolucionarios contra la derecha, los agrarios y los radicales, y en general, contra toda la patronal.

“Se ocuparon tierras», escribe Campoamor, «se propinaron palizas a los enemigos, se atacó a todos los adversarios, tildándolos de «fascistas». Iglesias y edificios públicos eran incendiados, en las carreteras del Sur eran detenidos los coches, como en los tiempos del bandolerismo, y se exigía de los ocupantes una contribución en beneficio del Socorro Rojo Internacional. Con pueriles pretextos se organizaron matanzas de personas pertenecientes a la derecha. Así, el 5 de mayo se hizo correr el rumor de que señoras católicas y sacerdotes hacían morir niños distribuyéndoles caramelos envenenados. Un ataque de locura colectiva se apoderó de los barrios populares y se incendiaron iglesias, se mataron sacerdotes y hasta vendedoras de caramelos en las calles».

Todos esos  hechos fueron denunciados en el Parlamento, y he aquí la lista de actos violentos, tal y como se imprimió en el Diario de Sesiones sin que el Gobierno los negara:

Hechos acaecidos en plena paz y bajo el ojo indiferente de la policía, entre el 16 de febrero y el 7 de mayo de 1936, es decir, a los tres meses de gobierno del Frente Popular:

  • —Saqueo de establecimientos públicos o privados, domicilios particulares o iglesias: 178.
  • —Incendios de monumentos públicos, establecimientos públicos o privados e iglesias: 178.
  • —Atentados diversos contra personas de los cuales 74 seguidos de muerte: 712.

“He aquí la situación en la que se encontraba España tres meses después del triunfo del Frente Popular”, escribiría Clara Campoamor. Y, siendo así, “¿por qué el gobierno republicano nacido de la alianza electoral se abstuvo de tomar medidas contra aquellos actos ilegales de los extremistas? No suponía más que un problema de orden público acabar con todos los excesos contrarios a su propia ideología y métodos” (pág. 32).

“En cuanto a los partidos de derecha, un exceso de prudencia les llevó a silenciar a sus propios diputados. Sin embargo el Sr. Calvo Sotelo denunció esos hechos ante las Cortes en un famoso discurso. Aquel acto le costaría la vida” (pág. 33).

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