Campoamor (6): Las milicias y el terror, la quinta columna la crueldad de la lucha

Estallada la guerra civil, el terror que extrema derecha y extrema izquierda habían desatado los meses anteriores era un juego de niños comparado con la crueldad que sobrevino con la guerra. Un terror que, en el campo republicano, las milicias trataban de explicar por, entre otras cosas, la existencia de una quinta columna fascista en Madrid.

Así lo vivió y lo reflejó Clara Campoamor en su libro La revolución española vista por una republicana, edición de Luis Español Bouché, obra que constituye el relato pormenorizado de una España crispada que condujo a la peor de las guerras: la civil.

“Cómo explican el terror las milicias: la quinta columna”

Según Clara Campoamor, muchas enfermeras ayudaron a los alzados de muy diferentes maneras: “Entre las enfermeras, la ayuda proporcionada a los alzados fue todavía más eficaz. Se averiguó de qué modo habían conseguido algunos milicianos fascistas introducirse en distintos frentes disparando sobre sus compañeros en el curso de las batallas. Un día se detuvo en el campo de batalla a una enfermera sospechosa. Registrándola le encontraron once carnés de milicianos afiliados a organizaciones obreras. Cuidando a los heridos o transportando a los muertos, les quitaba su carné que más tarde pasaba a manos del enemigo. Esos carnés que se entregaban sin fotografía y a nombre del portador para facilitar la incorporación de los obreros, acabaron convirtiéndose en una llave maestra magnífica para los agentes rebeldes” (pág. 72).

La feminista republicana prosigue así: “Todas estas actividades del enemigo en retaguardia [la quinta columna], actividades ciertamente eficaces, exasperaron hasta el paroxismo a los ciudadanos que combatían del lado del gobierno. Los milicianos fueron los intérpretes del deseo y de la necesidad que se sentía de acabar con las redes de espías, y se pasaron de la raya…” (pág. 72).

La crueldad de la lucha: “Barro, sangre y lágrimas”

Campoamor relata con claridad cómo “actuaba a escondidas del gobierno una ‘justicia popular’ ciega y cargada de odio, obedeciendo a resentimientos de clase o a los partidos en lugar de defender la República. He aquí la situación creada por el hecho de armar al pueblo. El gobierno debía habérselo imaginado y, en la mañana del 20 de julio, el presidente de la República [Manuel Azaña], sin duda aterrado por el negro panorama que le debió pintar el Sr. Martínez Barrio, tuvo un momento de duda al nombrar un gobierno moderado, pero ese buen gesto se evaporó ante la presión socialista” (pág. 74).

“Las acusaciones de crueldad parten de los dos bandos”.

Campoamor escribe que la crueldad se había adueñado de ambos bando en contienda: “El examen de los hechos acaecidos día tras día en Madrid y Barcelona especialmente, el número de cadáveres hallados todos los días en la Casa de Campo, la pradera de San Isidro, la Ciudad Universitaria y hasta las calles de la ciudad, permite evaluar los asesinatos en un mínimo de cien diarios, es decir en un número superior a 10.000 el total de ciudadanos asesinados durante tres meses, y sólo en la capital de la República”

[NOTA 100 AL RESPECTO, en la edición de Luis Español Bouché: “Sólo en la Casa de Campo se hallaban de 70 a 80 cadáveres todos los días. Un día pudo el gobierno comprobar que había 400 muertos. Pero últimamente hemos recibido un testimonio mucho más trágico según el cual en Madrid, el 2 de noviembre de 1936, el número de personas asesinadas se elevaba a 32.000, lo cual da una media de 226 personas al día. (N. del T. Doña Clara dejó Madrid antes de la gran matanza de Paracuellos)”].

En Barcelona, en cuanto a asesinatos de los milicianos, “el 9 de septiembre [de 1936], sobrepasaba el número de 6.000 de los cuales 511 cometidos durante los dos primeros días de lucha. Este número nos da una proporción de 100 ejecuciones diarias y se dice que ésta era la cifra prevista por el comité que se había arrogado la criminal misión de ‘limpieza’. Estas ejecuciones se llevaron a cabo con ayuda de unas listas preparadas de antemano donde se hallaban ya los nombres de todas las personas inscritas por los partidarios de la dictadura del proletariado con ocasión del movimiento revolucionario de 1934. Se les habían añadido los nombres de los partidarios del fascismo y los de los militantes de partidos antimarxistas cuyas listas se encontraron durante los registros de domicilios privados y oficinas de partidos políticos. En esas listas figuraban en primer lugar los sacerdotes, frailes y religiosas, los miembros de Falange Española, los de Acción Popular, los del Partido Agrario y luego los miembros del Partido Radical. Y también los patronos contra los cuales había denuncias ante los tribunales laborales” (pág. 77).

El gobierno legítimo

Clara Campoamor era consciente que desde el principio de la lucha “los republicanos ya no contaban. Si les han conservado una mínima representación en el gobierno socialista revolucionario de [Francisco] Largo Caballero que ha sucedido al de [José] Giral, no es más que para salvar las apariencias, para poder negar en el extranjero que España se encontrara bajo un gobierno rojo, como así lo hizo nuestro embajador en París en nombre del ministro de Asuntos Exteriores” (pág. 78).

De hecho, las Cortes no existían ya, según recoge Campoamor en su libro: “De 470 diputados electos, siete meses y medio antes, sólo un centenar se presentaron a dicha convocatoria, estando los otros muertos o habiéndose unido a los alzados. Ni un solo diputado de la oposición asistió a la sesión, y es fácil entenderlo. Además, de los 260 miembros de la mayoría de izquierda, faltaron 160” (pág. 78).

En ese orden de cosas, asegura Campoamor que “los elementos proletarios que predicaban la revolución socialista, incluso antes de que se creara el Frente Popular, han considerado la sublevación militar como una magnífica ocasión para alcanzar su meta. Y esperaban aprovecharla para, una vez derrotada la sublevación con la ayuda del gobierno republicano, imponer a las fuerzas republicanas debilitadas por la lucha la dictadura del proletariado, su propia revolución” (págs. 78-79).

Así, ante la crisis de gobierno abierta tras la caída de Badajoz (y la correspondiente matanza que realizaron los fascistas en aquella plaza), y con la intervención del embajador soviético Rosenberg, los socialistas-revolucionarios “decidieron, esta vez, ‘proponer’ al presidente de la República un nuevo gobierno, compuesto por miembros del Frente Popular, bajo la presidencia de Largo Caballero. Este gobierno, de mayoría socialista, dejaba sitio por primera vez a los comunistas (los sindicalistas se negaron a formar parte de él) y conservaba una débil representación republicana con un ministro católico representando a los nacionalistas vascos. Se venció, no sin trabajo, la resistencia opuesta por el presidente Azaña el cual tuvo que dar su aprobación a una crisis ministerial preparada y conclusa en la Casa del Pueblo y así fue como se constituyó el tercer «gobierno legítimo» libremente nombrado por el presidente de la República” (pág. 80).

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