Ha acabado la primera de las ocho Supercopas de España de fútbol que se jugarán en Arabia Saudí. La Federación Española de Fútbol y los clubs implicados en el torneo no han hecho ascos a los millones recibidos de la antidemocrática monarquía islámica. Mientras los jugadores de esos equipos participaban en el evento deportivo han seguido vigentes en el país la pena de muerte, las restricciones a las mujeres y las condenas a los homosexuales, por ejemplo.
El fútbol, pues, está por encima de los derechos humanos, más allá de algunas hipócritas condenas del racismo de vez en cuando. El balompié ha resultado el mejor método de blanquear a los regímenes teocráticos y dictatoriales de la península Arábiga. Primero comenzó con la publicidad en las camisetas de algunos conjuntos, luego en la compra de valiosos equipos de fútbol a golpe de talonario, como el Manchester City o el PSG. Y, finalmente, el campeonato mundial que tendrá lugar este año en Catar tras una elección de sede llena de sospechas de amaño en su día.
O sea, que el dinero no tiene color, pese a episódicas proclamas en otro sentido. En su momento, por ejemplo, la Liga de fútbol española arguyó en contra de una superliga europea diciendo que no se podía hacer más ricos a los jugadores y a los equipos que ya lo eran. Argumento que, a lo que se ve, no ha calado en los representantes de la Federación ni en los clubes implicados en el reciente torneo.
Lo más esperpéntico de todo este tinglado es que no se haya alzado ni una sola voz, ni en el mundo del fútbol ni en la política en general para oponerse a la connivencia con regímenes como el saudí ni en trapichear económicamente con ellos, poniendo en la balanza los intereses crematísticos por encima de los derechos humanos que decimos respetar y defender.